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    La polémica entre John Brown y Salvador López Arnal El trabajo social difuso y la piscina de chocolate

    JM Delgado
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    La polémica entre John Brown y Salvador López Arnal El trabajo social difuso y la piscina de chocolate Empty La polémica entre John Brown y Salvador López Arnal El trabajo social difuso y la piscina de chocolate

    Post  JM Delgado Wed Dec 15, 2010 12:07 pm


    La polémica entre John Brown y Salvador López Arnal
    El trabajo social difuso y la piscina de chocolate

    Santiago Alba Rico
    Rebelión


    He seguido con atención los artículos que mi admirado amigo John Brown ha dedicado a la espinosa huelga de los controladores aéreos y que le han servido para abordar -como es su estilo- cuestiones de mucho mayor calado: las nuevas formas de trabajo en la sociedad llamada “postfordista”, la superación misma del concepto de “trabajo”, los nuevos soportes y manifestaciones de la lucha de clases y la organización de una resistencia ajustada al cambio de paradigma. Debo decir que siempre leo los textos de Brown con una combinación de placer e incomodidad, pues no puede dejar de producir incomodidad el placer proporcionado por la lectura de un autor con el que se está radicalmente en desacuerdo. Como nos conocemos desde hace más de 30 años y luchamos desde entonces en las mismas barricadas, voy a limitarme a señalar sobriamente algunos de los puntos en los que a mi juicio John Brown incurre en contradicciones, confusiones o errores que comprometen no sólo el marco general de comprensión de la crisis capitalista sino, más decisivo aún, la propia acción política.

    1. John Brown opone “postfordismo” y “laborismo” de una manera ideológicamente interesada y por ello poco rigurosa. Tiene interés, quiero decir, en defender muy justamente la huelga de los controladores aéreos y atacar muy justamente a los sindicatos mayoritarios, pero como resulta que quiere defender también (erróneamente) la potencia liberadora del “postfordismo” y atacar (erróneamente) la rémora nostálgica de las “izquierdas laboristas”, trata de obligarnos a aceptar con naturalidad la identificación entre el sector de los controladores y el nuevo mundo del trabajo postfordista y, del otro lado, la de los sindicatos mayoritarios y la reivindicación del viejo, paternalista e irrecuperable fordismo de otros tiempos1. La verdad es exactamente la contraria: la fuerza del USCA y su poder para negociar es directamente proporcional al carácter todavía “fordista” de ese sector (trabajo “localizado”, contratos estables, convenios colectivos, etc.) y su protesta sólo puede interpretarse, bajo la amenaza de la privatización de AENA, como una resistencia a la pérdida de los derechos adquiridos durante años de régimen laboral “fordista”. Si había algún motivo para apoyar esa huelga era precisamente el de que suponía una resistencia al tsunami que está arrasando todas las empalizadas y todas las protecciones laborales en otros sectores, y ello con arreglo al principio, acertadamente enunciado por Samuel2 de otra manera, de que no hay ninguna diferencia, desde el punto de vista de la lucha sindical, entre la defensa de un salario de 200.000 euros y el de uno de 25.000. Por el contrario, lo que tenemos que reprochar a UGT y CCOO es que llevan años facilitando a gobiernos y empresas el “estallido de las formas de trabajo y contractualidad”, por decirlo con Brown, negociando de forma claudicante con la patronal y haciéndose por ello responsables del paso celerísimo a un mundo postfordista en el que -paradoja de la que se han dado cuenta tarde y mal- su propia existencia está comprometida. Insisto, en todo caso, en que la verdad es exactamente la contraria a la que pretende Brown: aun si corporativo, USCA es un sindicato típicamente fordista en un sector típicamente fordista mientras que CCOO y UGT son sindicatos que, conscientemente o no, han apostado al mismo tiempo por el postfordismo y por el suicidio.

    2. En su descripción del mundo laboral “postfordista” John Brown mezcla sin distinción “actividades” y “condiciones”; es decir, viejas formas de explotación que reaparecen ásperamente y nuevos formatos relacionados con eso que se llama “capitalismo cognitivo”: “del parado, al trabajador de telepizza o de los "call center", al trabajador "flexible" de las ETT, al número creciente de trabajadores "afectivos" que se ocupan de ancianos, enfermos etc, a los trabajadores sociales, los distintos tipos de trabajo intelectual desde los productores de videojuegos cuyas jornadas de trabajo/juego no tienen límite hasta los investigadores o los profesores de universidad financiados directamente por el capital, o incluso los mismísimos controladores aéreos o los intérpretes de conferencias; todo esto, sin olvidar esa categoría fundamental de trabajadores que, en una "sociedad del espectáculo" son los artistas y otros trabajadores del espectáculo”3. Brown presta más atención a las rupturas que a los retornos: en realidad, la llamada “flexibilidad”, junto con el trabajo precario, no ha hecho sino convertir la así llamada “economía informal”, rasgo definitorio de los países subdesarrollados, en la normalidad legal del mercado laboral en Europa. Las ETT, por ejemplo, no definen una “nueva forma de trabajo” sino un antiquísimo procedimiento de abaratamiento y domesticación de la fuerza de trabajo y, por lo tanto, un claro retroceso a formas de explotación e indefensión que en algún momento parecieron superadas, al menos en Europa. Por lo demás, que “la representación colectiva del trabajo se haya hecho imposible” sólo indica hasta qué punto sectores crecientes de la población activa están completamente indefensos, como lo estaban en 1840 y como lo han estado siempre en el sur colonizado: y deberíamos querer para ellos los mismos derechos -bajas, vacaciones, convenios colectivos, jubilación, etc.- que nos parece justo reclamen los controladores aéreos (porque de otro modo sería John Brown, razonable defensor de las reivindicaciones del USCA, el que los estaría convirtiendo en “privilegiados”). En cuanto a las nuevas formas de trabajo -y a la superación misma del trabajo que anunciarían- diré algo brevemente más abajo.

    3. Al insistir en el nuevo marco de trabajo postfordista, John Brown invoca con ceño severo y un poco regañón el “realismo”: es lo que hay. La izquierda, dice, debe reconocerlo. ¿Pero debe o no combatirlo? ¿Qué significa “realismo”? Digamos que el realismo de los poderosos es la defensa de “lo que hay”; el realismo de los trabajadores, en cambio, ha consistido siempre en oponerse al realismo mismo. La “lógica del mercado”, que fija el salario de los controladores y el de los basureros por igual, no puede ser la lógica de la izquierda. Desde la I Internacional se aceptó que la lucha sindical, mientras se promovía una situación revolucionaria, debía desarrollarse en el “marco del mercado”, pero precisamente contra su lógica interna. Todas las reivindicaciones de los trabajadores -salarios, horarios, cobertura sanitaria, etc.- y todos sus instrumentos tradicionales de lucha -sindicación, convenio colectivo, huelga, etc.- respetan el marco del mercado impugnando de hecho su lógica. Como bien explicaba Polanyi (o Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero en el brillantísimo capítulo final de su último libro4), sin estas suspensiones de hecho de la lógica del mercado (en el marco del mercado) la vida social misma sería imposible. Por eso debemos apoyar las huelgas, incluso las del cuerpo insolidario de los controladores aéreos: precisamente porque se oponen a “lo que hay” (aunque, de manera comprensible, los controladores acepten también la “lógica”, y no sólo el “marco”, en el caso de sus salarios). Todo esto, claro, lo sabe John Brown mejor que yo. ¿Por qué lo digo entonces? Porque la invocación de “lo que hay”, cuando no es resignada (y no es el caso de Brown, siempre combativo), sólo puede ser entusiasta y reivindicativa. “There is not alternative” es la máxima del suicida, pero también de... Margaret Thatcher. Permítaseme esta comparación excesiva para subrayar mi extrañeza. Porque el asunto es que a John Brown este “estallido de las formas de trabajo y contractualidad”, con todos los sufrimientos concretos aparejados, no sólo no le espanta sino que de algún modo le entusiasma; le parece que contiene un principio de emancipación y, aún más, un “comunismo latente”; y que se ha llegado a él en respuesta a un “deseo” irresistible de los trabajadores (que ellos mismos la mayor parte de las veces no habrían comprendido). De un modo u otro, esta concepción del postfordismo como una “conquista” obrera está presente en todos los últimos textos de Brown: “hoy lo más utópico e inviable”, dice, “son las consignas reformistas: pleno empleo, mantenimiento de los servicios públicos estatales etc. Son simplemente irrealizables en el marco actual, el de un capitalismo que nunca más volverá atrás, al modelo fordista y keynesiano o a sus caricaturas socialistas. Y no lo hará, porque el proletariado realmente existente ha impuesto el abandono del fordismo, que sólo sigue siendo una utopía para cierta izquierda poco al tanto de la "situación concreta"5. No sabemos en qué momento el “realismo” de Brown y sus impecables razonamientos saltan sin mucho ruido de ranura y conducen a una conclusión chirriante. Si los seguimos hasta el final, y añadimos sus críticas al marxo-kantismo y a la Ilustración, nos vemos obligados de pronto a asumir una paradoja difícil de explicar a un trabajador “realmente existente”: el derecho sería una imposición burguesa y la precariedad una conquista proletaria y por lo tanto la izquierda, viene a decirnos Brown, debe situarse en contra del Estado de Derecho y a favor del trabajo precario. Personalmente me asustan un poco las consecuencias políticas que se derivan de un programa semejante.

    4. No se me ocurre cuál puede ser la relación apuntada por Salvador López Arnal entre Althusser y el eurocomunismo6, pero si aún recuerdo un poco la obra del autor de Pour Marx, la interpretación de John Brown me parece fraudulenta: “Como afirmaba Louis Althusser, "la lucha de clases es anterior a las clases" y las constituye y reproduce como tales. Tenemos que abandonar la metáfora futbolística de los dos bandos preexistentes. Uno se divide en dos (o más). Hoy la lucha de clases atraviesa a nivel macrofísico al conjunto de la sociedad y a nivel microfísico todas sus moléculas y átomos: desde las organizaciones políticas y demás aparatos de Estado hasta los individuos y sus relaciones”7. No es esto lo que decía Althusser. Que las clases no pre-existan a su fricción quiere decir simplemente que se constituyen la una frente a la otra como consecuencia de su confrontación en el ámbito de la producción; clases y lucha de clases son estructuralmente sincrónicas a partir de la contradicción radical capital/trabajo, que es la que define agonísticamente el capitalismo con independencia de la conciencia o beligerancia de los agentes. Si se olvida que para Althusser (y para Marx) la lucha de clases está inscrita en el corazón mismo de la reproducción material del capitalismo y que divide a la humanidad en dos clases (poseedores de medios de producción y poseedores de fuerza de trabajo), se podrán decir cosas muy interesantes y sin duda muy dignas de reflexión y hasta muy importantes, pero no podremos hacerlo en su nombre. Podremos discutir -y conviene hacerlo- sobre el papel que a nivel global juega el “trabajo social difuso” en un mundo todavía clásico en el que todas nuestras mercancías proceden de maquilas, barco-fábricas y talleres off-shore y en el que nuestros trabajadores sufren la presión de la deslocalización y el abaratamiento de su fuerza de trabajo; más dificil parece demostrar que sea ese “trabajo social difuso” el que constituye y reproduce las clases (y tantas clases como conflictos moleculares atraviesan la superficie social), o al menos no podremos demostrarlo con las categorías de Marx. De una interpretación u otra, claro, dependerá también nuestro programa político y nuestras estrategias de resistencia. La extensión abusiva -e inversión semántica- de la fórmula de Althusser transforma el “todo es lucha de clases”, con el que se pretende afirmar la contradicción fundamental del capitalismo, en un genérico, capilar, casi orgánico “todo es lucha” (por la vida). No creo que con este desplazamiento ganemos mucho en claridad conceptual ni en eficacia política.

    5. El himno de Brown al postfordismo y a la nueva realidad del “trabajo difuso” (como generadora de una lucha de clases extra-económica, existencial, generalizada) tiene que ver con la tesis, sostenida por Robin, Riffkin, Negri o Fumagalli, de la “superación del trabajo”. Ese “trabajo social difuso” John Brown lo relaciona, en efecto, con “el deseo de comunismo latente en nuestras sociedades”: “ Para muchos” , dice, ya no se trata de ser explotados (trabajar) en condiciones "dignas" o "humanas", sino de no trabajar bajo un patrón (o un Estado) y para el capital”. Y añade: “el trabajo social difuso tiene la ventaja de mostrar a diario a millones de personas la perfecta inutilidad productiva del capital y de su Estado”8. ¿Para “muchos”? En Europa, islote privilegiado del “trabajo social difuso”, tiene uno más bien la sensación de que la “lucha por la vida”, en el marco de la crisis, adopta la forma tradicional de un conflicto intraclasista en el que los nativos disputan ferozmente a los inmigrantes puestos de trabajo hasta ahora despreciados (¡incluso las españolas que recurren a la prostitución, según una noticia reciente, se enfrentan a las prostitutas eslavas y africanas!). Y en cuanto a la situación global, conviene no olvidar que el número de trabajadores en el sector industrial se ha duplicado en China y la India en el último decenio; en el primero de estos países el 69% de la población activa trabaja en los sectores primario y secundario; en el segundo el porcentaje llega hasta el 71%. Entre las dos potencias emergentes suman casi la mitad de la fuerza laboral mundial (1300 millones sobre 3.000) y sus obreros y campesinos trabajan, huelga decirlo, en condiciones fordistas o prefordistas. Da toda la impresión, en fin, de que la dependencia subjetiva y objetiva respecto del Capital y sus Estados no ha disminuido y que la crisis -y las nuevos procesos de acumulación originaria en Asia- abaratan los salarios, producen desempleo e intensifican la explotación laboral, a la manera más ortodoxamente marxista, pero no parecen aproximarnos ni un milímetro a una sociedad comunista de ocio remunerado.

    6. Se puede objetar que la aparición de focos de “trabajo social difuso” anticipa ya, como tendencia irreversible, otro modelo social (“comunista”) como la excepción inglesa anticipaba en tiempos de Marx la hegemonía de las relaciones de producción capitalistas. Como quiera que Brown disuelve sin mucho criterio en el concepto de “postfordismo” categorías irreductibles entre sí (trabajo precario y trabajo cognitivo), es difícil saber de qué modelo parte y hacia qué modelo apunta. Pero si privilegiamos los aspectos cognitivos asociados a las nuevas tecnologías de la información, creo con Denis Collin9 que se exagera la importancia de este factor en la reproducción material de las sociedades humanas a escala global y, sobre todo, que se sobrevalora su carácter revolucionario en términos de acumulación y emancipación de general intellect , tal y como Marx usaba ya este término para describir la ciencia (el saber social) como fuerza productiva incorporada al capital constante (para la producción de mercancías y de beneficio empresarial)10. La tesis sobre la que John Brown fundamenta sus reflexiones teóricas y políticas (y su llamado a nuevas formas de organización) es más vistosa que precisa y pretende que la extensión misma de la reproducción capitalista al conjunto de la vida social convierte “el trabajo social difuso” en una fuerza productiva; es decir, en una matriz de producción de “comunes” parasitados luego por el capital. De otra manera expresa la misma idea Andrea Fumagalli cuando defiende un nuevo “paradigma de acumulación bioeconómico” en el marco del cual “la vida misma produce valor”11. Estas tesis, que difícilmente puede decirse que aclaren o prolonguen el trabajo de Marx, tienen el efecto paradójico de “valorizar” la vida humana -contra los humanismos religiosos- por razones “económicas”; huyendo de las trascendencias -y con el buen propósito de defender a las víctimas del capitalismo- se acaba instituyendo un régimen de inmanencia en el que la vida misma, cada existencia individual, cada pensamiento y cada acción, son “rentables” para todos. No se ve la ventaja de hablar de “comunes” (y no de bienes, propiedades o derechos colectivos), salvo la de ahorrarse el trabajo de las pequeñas trascendencias que llamamos “conceptos”. Todo es de Todos. Todos producimos Todo. Es el carácter inmediatamente productivo, directamente económico, de la “vida” individual y del “trabajo social difuso” el que justificaría la demanda de una “renta básica universal”, asociada no al concepto de “ciudadanía” (el de un sujeto diferenciado de derechos) sino al de “biorrentabilidad”. ¿Estamos seguros de que con este bagaje estamos mejor armados para excogitar nuevas formas de organización y afrontar más eficazmente el capitalismo?

    7. Marx no creía, desde luego, que fuese posible la reproducción material de la vida social “sin trabajo”12; y lo que hemos aprendido hoy es quizás que la “superación tecnológica del trabajo” tampoco sería viable en términos ecológicos (todo parece indicar que la alimentación del planeta, en otro mundo posible, dependerá de la recuperación de viejas formas antropológicas de explotación e integración del entorno). Lo que si creía Marx es que era posible trabajar poco, trabajar menos, trabajar en otras condiciones y sobre todo trabajar para todos al mismo tiempo (y por lo tanto para uno mismo). ¿Es eso un proyecto “utópico”? Uno de los límites de los siempre brillantísimos textos de John Brown tiene que ver precisamente con la desproporción entre sus análisis y sus diagnósticos o propuestas. Resulta desconcertante que predique “realismo” a los que consideran que se estaba mejor en arresto domiciliario que en una celda de castigo (o en un Estado del Bienestar fordista que en una ETT generalizada) mientras él detecta con entusiasmo, en la Europa de Sarkozy, Berlusconi y Merkel, en las multitudes de los estadios, las televisiones y los supermercados, “un deseo latente de comunismo”. Como resulta no menos desconcertante que reproche “utopismo” a los que luchan por parchear algunas esclusas y conservar algunos derechos mientras él propone superar “toda clase de propiedad” para establecer el “acceso libre y general a los comunes”. Así planteada, su solución parece tan posible y tan cercana -y del mismo tenor- que las emocionantes anticipaciones del genial socialista utópico Charles Fourier: “Los ríos retornarán de te y chocolate, corderos asados brincarán por la pradera y pescados fritos en mantequilla navegarán por el Sena; espinacas hervidas surgirán de la tierra. Los árboles se llenarán de manzanas cocidas y el grano crecerá en fardos, listo para la cosecha; nevará vino, lloverán pollos, y los patos caerán del cielo ya aderezados”. La necesidad de seguir hablando de “propiedad” a la hora de hacer propuestas concretas para el establecimiento y regulación de una futura sociedad comunista está relacionada con el hecho, dificilmente modificable, de que, por muy comunes que sean los “comunes”, nunca viviremos en un río de chocolate ni bajo una nevada de pollos asados y, si el aire y la luz del sol seguirán siendo absorbidas sin mediaciones, habrá que inventar procedimientos complejos (en un mundo con 7.000 millones de habitantes y una complicada división del trabajo) para “reapropiarse” del resto de los bienes colectivos y generales: el alimento, la energía, la vivienda, la sanidad, el conocimiento. La izquierda lleva siglo y medio discutiendo y hasta ensayando distintos modelos de apropiación (estatal, público, cooperativo, comunitario, etc.) y es muy posible que haya que inventar otros y combinar muchos de ellos, pero no veo ninguna ventaja en fundirlos todos en un cuenco de chocolate caliente. “Superar el trabajo” y “superar la propiedad” suena mucho más radical que “trabajar poco” y “cofundar instituciones”, pero mucho me temo que eso es porque, en una situación tan difícil como la que vivimos y con los escasos medios que tenemos para afrontarla, lo más radical de todo es siempre fantasear. No seré yo -pobre desesperado entregado a ensoñaciones melancólicas- el que se lo reproche a John Brown. Después de todo, antes del salto fantástico en la piscina de chocolate, él al menos nos hace pensar.

    NOTAS

    1 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118088

    2 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118033

    3 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118412

    4 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=113472

    5 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=113808

    6 Cabe pensar quizás en el manejo no muy acertado que Santiago carrillo hace de algunas categorías althusserianas en “Eurocomunismo y Estado”.

    7 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118412

    8 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118412

    9 http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-6/las-tesis-sobre-el-fin-del-trabajo-ideologia-y-realidad-social

    10 “El desarrollo del capital fijo revela hasta qué punto el conocimiento o knowledge [saber] social general se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y, por lo tanto hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect [intelecto colectivo] y conforman al mismo” . Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Borrador 1857-Cool , vol. 2, p.230.

    11 http://www.traficantes.net/index.php/trafis/editorial/catalogo/coleccion_mapas/bioeconomia_y_capitalismo_cognitivo_hacia_un_nuevo_paradigma_de_acumulacion

    12 Contra la pretensión de Arendt, jamás creyó Marx en la utópica abolición del “reino de la necesidad” sino en su reducción: “El verdadero reino de la libertad no puede florecer sino sobre la base de este reino de la necesidad. La reducción de la jornada laboral es la condición fundamental de esta liberación”. (El Capital, Libro Tercero).

    Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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    La polémica entre John Brown y Salvador López Arnal El trabajo social difuso y la piscina de chocolate Empty Respuesta muy parcial a Santiago Alba Rico Comunistas sin comunismo John Brown

    Post  JM Delgado Sat Dec 18, 2010 2:16 am


    Rebelión


    La izquierda es hoy presa de lo que Spinoza denominaría sus “pasiones tristes”, esto es de aquellas que disminuyen su capacidad de actuar, pues no es otra cosa la tristeza que “el paso de una mayor a una menor potencia”. Incapaz de comprender en qué consiste la propia potencia de los trabajadores, la izquierda sigue fiando la emancipación a instancias que saben: el partido, el Estado, determinados pensadores comunistas o marxistas etc. Instancias, por lo demás, que han sufrido una catastrófica derrota política, organizativa, ideológica y goestratégica. La posibilidad de que en el propio proletariado actualmente existente pueda encontrarse, a pesar de esa derrota, una potencia subversiva y a la vez constituyente debe, según esta izquierda triste, descartarse sistemáticamente: la derrota es el único horizonte, la nostalgia del “socialismo” o aun del keynesianismo-fordismo, el único proyecto, pues el proletariado, como el pueblo de Hobbes, sólo existe en tanto que representado por el Partido o por el Estado. Cuando por una serie compleja de motivos que no puede caracterizarse (sólo) como una derrota, esa representación se hunde, las izquierdas mayoritarias -hoy el calificativo parece irónico, cuando su apoyo social y electoral se ha esfumado casi por completo- consideran que es el proletariado el que se ha hundido. ¿No se les pasa por la cabeza que ese proletariado podría perfectamente vivir sin las izquierdas y sus organizaciones derrotadas y derrotistas, sin el capital y sin el Estado, sin todo lo que hace de los trabajadores un proletariado? ¿No pueden comprender que la finalidad de quienes viven en una condición de opresión -y la proletaria no es otra cosa- no puede ser convertirla en una esencia en la que perseverar?

    Digámoslo claramente: hoy, quien es proletario quiere dejar de serlo, no ser un proletario “digno” en un marco fordista o socialista. Por eso ha podido ser engañado por Thatcher, Blair, Berlusconi, Felipe González y otros buitres del neoliberalismo que le ofrecían dejar de serlo para pasar a ser ser empresario, capitalista, inversionista etc. Desde luego, todo ello era parcialmente mentira, pero nos ha instalado en una situación en la que la lucha por unas condiciones de trabajo decentes en el mercado y en la empresa capitalista se ve gravemente obstaculizada; pues la segunda cara “capitalista” de ese nuevo Jano bifronte que es el propio trabajador nos lo presenta como accionista de un fondo de pensiones o de un fondo de inversión cuya exigencia de rendimiento es radicalmente contraria a cualquier reivindicación obrera. En estas condiciones, el trabajador se convierte en explotador de sí mismo, como siempre quisieron los teóricos de las distintas familias del neoliberalismo, tanto los “ordoliberales” alemanes como los neoliberales de Chicago. El trabajador se encuentra hoy entre la sartén y las ascuas debido a su interna división. Antes, también lo estuvo, pues su voluntad de abandonar la condición proletaria también se vio secuestrada, no ya por el capital, sino por el Estado, el keynesiano-fordista en Occidente o el socialista en el Este; Estado para el que el trabajador era ciudadano a condición de ser un proletario representado por sus partidos y sindicatos. En ambos casos, el Estado funcionó como una formidable máquina de reproducción y de perpetuación de la condición proletaria. Hoy, la participación de los trabajadores en el mercado de capitales como titulares de valores, aunque sean los de sus fondos de pensiones, también mantiene atenazada la voluntad de liberación.

    La expropiación de los comunes por el Estado en favor de una propiedad pública no es en este sentido más virtuosa que la que la propia fuerza del Estado realiza en favor de la propiedad privada y, por mucho que se hayan degradado la condiciones de vida en Europa occidental y los Estados Unidos, todavía falta mucho para que alcancemos el nivel de escasez y de cochambre que se conoció en la Europa socialista. En cualquier caso, considerar que la única alternativa existente es la que opone lo público estatal a lo privado y hacer un canto nostálgico a lo público estatal es ignorar la posibilidad real de un modo de organización de la producción y la distribución basado en el libre acceso a los comunes y la posibilidad, real de una comunidad cuya integración no sea efecto del derecho ni de la violencia estatal. A todo esto debe renunciarse, según los vates negros de esta izquierda necrófila, pues la derrota y la muerte son el único horizonte legítimo para los puros. Afortunadamente, entre los que no son tan puros y supieron considerar que las derrotas de las organizaciones y las experiencias políticas son algo posible y necesario en la siempre incierta y difícil lucha por el comunismo está un tal Karl Marx. Ni la derrota de la Comuna de París, ni el fin de la Primera Internacional fueron para Marx motivo suficiente para instaurar un culto nostálgico del pasado, visto como un tiempo mítico en que el mundo tenía sentido. Como militante comunista y como pensador, Marx continuó a través de las derrotas explorando el mundo real, las transformaciones del capitalismo ya impuestas en su época por la resistencia obrera, y sobre todo las fuerzas, la potencia real, el movimiento real que, desde dentro del capitalismo impulsaba su transformación y tal vez permita su superación. Casi todo es posible para un racionalismo materialista exigente como el de Marx, casi todo menos, como diría Althusser “contarse cuentos” (“se raconter des histoires”), aunque estos cuentos tengan la belleza épica de las leyendas fundacionales o la pregnancia ontológica del dreamtime, el “tiempo de los sueños” de los aborígenes australianos.

    En este contexto de nostalgia y luto permanente, se victimiza a un trabajador que debe ser “protegido” de las fuerzas del mercado...por el derecho y el Estado que fundan y reproducen ese mismo mercado y las actuales transformaciones del capitalismo se entienden como puras y simples derrotas de una clase obrera que habría conocido su edad de oro durante el período que media entre el fin de la segunda guerra mundial y el final de los años 70. Este período es denominado “fordismo”por los economistas de la “escuela de la regulación” (Aglietta etc.) -que adoptan parcialmente la problemática y la terminología de los marxistas autónomos (Tronti). El fordismo está inicialmente asociado a la fórmula de gestión empresarial inaugurada por Henry Ford en la industria del automóvil y que se basaba en una intensa uniformización y racionalización de los procesos de producción, una división racional de las tareas productivas tendente a su máxima simplificación (Taylorismo) y por otra parte, una combinación de disciplina de fábrica y de paternalismo social. El trabajador fordista es un trabajador con un nivel salarial comparativamente elevado, pues tiene que poder ser, en la concepción del propio Ford, el primer y principal cliente de la empresa. El fordismo, combinado a nivel macroeconómico con el keynesianismo, que pretendía aumentar la demanda interna solvente mediante el desarrollo del gasto público, fue la clave de los treinta años de mayor crecimiento en Europa y los Estados Unidos (1945-1975).

    El postfordismo es la forma de regulación del capital que sucede al fordismo-keynesianismo cuando éste sucumbe a lo que la Comisión Trilateral designara como “ingobernabilidad”, esto es a una coincidente ofensiva obrera en la metrópoli que sitúa los salarios en zonas peligrosas para la acumulación capitalista y la liberación de los países del tercer mundo que hace multiplicarse los precios de las materias primas. En estas condiciones, la tasa de ganancia peligra, pero también el orden social fordista puesto en peligro por una ola de revueltas sociales protagonizadas por la juventud contra la disciplina de fábrica y las distintas disciplinas del Estado. Ese doble fenómeno de valorización acelerada de la fuerza de trabajo y de revuelta contra el orden laboral y político establecido queda emblematizado por el significante “mayo del 68”, por mucho que el proceso real cubre países tan distintos como Francia, Italia, Checoslovaquia, Polonia, China, los Estados Unidos etc. y tiempos bastante más dilatados, sobre todo en Italia donde se habla de un “mayo largo” que dura diez años o en Alemania donde arrastran los fenómenos de contestación hasta bien entrados los 70. El terrorismo (de Estado) pondrá fin a los procesos italiano y alemán; los demás serán liquidados mediante la cooptación de los dirigentes autodesignados de los movimientos y mediante una recuperación capitalista de sus objetivos de liberación respecto de la condición proletaria. Las distintas derechas (socialdemócratas y eurocomunistas incluidos) han podido hacer así su bandera de lo que fueran objetivos anticapitalistas radicales y recuperar para sí un lenguaje libertario, del mismo modo que los termidorianos y bonapartistas pudieron en su momento adueñarse de los significantes de la revolución francesa o los stalinistas de los símbolos de la revolución de octubre. El neoliberalismo, como ideología económica del postfordismo se nutre hipócritamente de numerosos temas de la revuelta proletaria contra la forma fábrica y la forma Estado cuando propugna que se acabe con la preponderancia del Estado (“big government”). Hipocresía, puesto que nunca ha sido el Estado tan fuerte, ni el gasto público se ha disparado de manera tan vertiginosa como en el neoliberalismo. La particularidad del neoliberalismo no es que haya menos Estado -hay que ser un ingenuo nostálgico del fordismo para créerselo- sino que un Estado enormemente reforzado redistribuye la riqueza en sentido inverso al del Estado keynesiano cuando estaba sometido a la presión obrera. La transferencia de riqueza se produce hoy básicamente de abajo a arriba, pues no sólo se reducen los salarios, sino que las prestanciones sociales de todo tipo se recortan y se favorecen los rgímenes fiscales regresivos (impuestos indirectos, IVA) sobre las formas de imposición progresivas ligadas a la riqueza. Al mismo tiempo, el gasto militar, el gasto público en represión o en exhibición de la potencia represiva, la subvención pública a los capitales privados, cuyos últimos grandes episodios han sido el “rescate de los bancos” y el “rescate de los países endeudados” (Grecia, Irlanda, Portugal...etc.) han hecho crecer considerablemente el endeudamiento público sin la más mínima repercusión sobre el bienestar social.

    No es que no exista hoy el Estado protector, pues el Estado es más fuerte y prepotente que nunca y también más protector, pero a quien protege en la actualidad, de manera casi exclusiva es al capital y a los accionistas e inversores frente a los riesgos de pérdidas. Si, en el período anterior, la acumulación de capital pudo basarse en el desarrollo de una demanda solvente mediante la protección de los salarios directos e indirectos, hoy en lo que se basa es en el fomento del beneficio privado como fuente también de demanda solvente. Es útil leer los análisis de Brenner para comprender la enorme función de la especulación inmobiliaria y bursátil en el mantenimiento de la demanda en países como los Estados Unidos. La especulación y el crédito fácil -convertido a su vez en objeto de especulación de riesgo- permitieron a la clase trabajadora norteamericana y en parte a la europea acceder a niveles de consumo incompatibles con unos ingresos laborales estabilizados o decrecientes. Con ello vemos que la lucha por la valorización de la fuerza de trabajo puede tener escenarios ditintos del fordista-keynesiano-socialista.

    Dicho esto, puede entenderse mejor que considere demagógico y ridículo que se me declare “partidario” del postfordismo o se me atribuyan memeces como el haber afirmado que existe una oposición entre “fordismo y laborismo” (cf. el texto de SA:”John Brown opone “postfordismo” y “laborismo” de una manera ideológicamente interesada y por ello poco rigurosa”). Yo no puedo haber opuesto postfordismo y laborismo. El postfordismo, al igual que el fordismo son modos de regulación del capitalismo, son realidades sociales; el “laborismo” es, en cambio una ideología conforme a la cual la ciudadanía se basa en el trabajo (la idea de una república de trabajadores) y que considera el propio trabajo como una dimensión antropológica transhistórica. Confesaré que soy tan fervoroso partidario del postfordismo como puedo serlo del capitalismo o de la ley de la gravedad. De un modo de producción o, dentro de él, de un modo de regulación, no se es partidario ni se deja de serlo; de lo que se trata es de que la hipótesis formulada corresponda o no a la realidad.

    Que la lucha de clases tiene un papel fundamental en el advenimiento del postfordismo me parece evidente, basta para comprobarlo leer los textos de la Trilateral de los años 70 sobre la crisis de la democracia. Una vez que la lucha de clases y, en particular la resistencia obrera en el fordismo y al fordismo queda descartada como hipótesis explicativa, sólo queda buscarle un sujeto a la historia: una vez se abandona el terreno de la explicación materialista, hay que buscar culpables, traidores, encarnaciones del mal. “Asilos de la ignorancia” diría el maestro Spinoza. Aquí no hay culpables ni pecadores, porque tampoco hay mérito ni virtud, lo que hay son fuerzas sociales enfrentadas y los resultados de su lucha. Resultados complejos, pero en ningún caso desesperantes para un comunista, entre otras cosas, porque sólo se alcanza un planteamiento materialista realizando un gran esfuerzo por abandonar la esperanza y el temor, la alabanz y el vituperio. Hacer culpable a la gente real que vive en este mundo postfordista -que a mí tampoco me gusta- de no llegar a ser no sé qué “sujeto histórico” revolucionario es no querer explicar nada, no querer ver nada, en realidad no querer hacer nada más que complacerse en la derrota. O la revolución la hace la gente que, aquí o en el tercer mundo, bebe Coca Cola, calza Adidas o Nike, consume no sé qué y no sé cuántas porquerías, y se hace todavía ilusiones respecto de su posible salida capitalista del proletariado, o no la va a hacer ni Dios. Tal vez sea ese profundo desprecio por una población real que considera vendida al capitalismo, el que motive la respuesta tan negativa que esta misma población da a las poco tentadoras propuestas de regreso al fordismo (en sus variantes más liberales o más socialistas) que le presenta la izquierda mayoritaria. Cuesta entender qué ganarían con ello las mayorías sociales, aunque se entiende mejor qué podrían ganar las organizaciones de la izquierda o, incluso, los posibles jerarcas de Estados que se autoproclamaran postcapitalistas por haber confiado al Estado la gestión del capital y la reproducción de la condición proletaria.

    Que no se pretenda que los distintos movimientos de transformación social que están en curso en América Latina -la ya añeja revolución cubana incluida- son retornos a ese añorado modo de regulación. Si lo hubieran sido, cosecharían hoy los mismos éxitos que nuestras izquierdas laboristas europeas. Lo que tiene lugar en América Latina es un proceso de gran complejidad, pues, por un lado -como ocurrió ya en Cuba en el 59- se ha puesto término al Estado colonial racista y semiesclavista sustituyéndolo por formas de democracia que incluyen a toda la masa de los antiguos excluidos, pero por otra parte, la actuación misma del Estado, en países como Bolivia o Venezuela no lo explica todo ni mucho menos. Sin la pujanza de los movimientos sociales que apoyan estos procesos, ni Chávez ni Evo Morales estarían gobernando: en cierto modo, estos países son “quilombos” a gran escala donde lo único que está claro es la voluntad de las mayorías sociales indígenas y mestizas de no volver a sumirse en la nada. Afortunadamente, los ropajes jurídicos y constitucionales dan forma a la rebelión pero no la apagan. El futuro está abierto y ciertamente, su horizonte no es el (re)establecimiento del fordismo. En cuanto al uso del término “socialismo”, puede decirse con Fidel Castro que designa aquello “que no sabemos cómo se hace”, esto es el problema político abierto de la salida del capitalismo y del Estado burgués, el único verdadero problema político de nuestro tiempo, el del paso al comunismo.

    Es imposible aquí responder a la multitud de cuestiones que plantea en su artículo Santiago Alba. Supongo que, a la mayor parte de ellas responderé en la recensión del interesantísimo libro de nuestros comunes amigos Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero; El orden de El Capital cuya redacción estoy interrumpiendo para escribir estas páginas. Sin embargo debo contestar a la siguiente afirmaciónde Santiago Alba: “a John Brown este “estallido de las formas de trabajo y contractualidad”, con todos los sufrimientos concretos aparejados, no sólo no le espanta sino que de algún modo le entusiasma;” . A mí me entusiasma tan poco la condición proletaria del postfordismo como la del fordismo. Lo que no entiendo es que mis amigos con los que aquí intento debatir no comprendan los “sufrimiento concretos” de la disciplina de fábrica y del despotismo interno -y aún externo: Henry Ford era un admirador y financiador de Hitler, cuyo régimen se inspiró también en parte del fordismo- que entraña el modo de gestión inaugurado por Ford. No erijo en valor ninguno de los dos modos de regulación del capitalismo y considero tarea fundamental de los comunistas suprimir las regulaciones de la condición proletaria que respectivamente les corresponden, junto con la propia condición proletaria. Tampoco creo que la inmersión en piscinas de chocolate sea un gran placer, ni que la abolición del trabajo preconizada por Marx (“Die Beseitigung der Arbeit”) sea otra cosa que la abolición del trabajo en el sentido que este tiene en el capitalismo, a saber, utilización de la mercancía fuerza de trabajo. La actividad productiva socialmente organizada será siempre necesaria para una especie que no está compuesta por ángeles y debe perseverar en su esencia mediante un constante esfuerzo, lo cual no significa que esta actividad productiva esté condenada a coincidir con la utilización de la fuerza de trabajo integrada en el capital como capital variable por una instancia de control del capital, sa esta estatal o privada. No creo que ninguna forma de Estado sirva para abolir la condición proletaria, ni siquiera un quimérico Estado de derecho socialista en que se respetara escrupulosamente la independencia civil del trabajador basada en el trabajo. Unos comunistas cuya perspectiva última es el Estado, el derecho y el Estado de derecho sólo pueden ser unos comunistas sin comunismo.

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    JM Delgado
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    Post  JM Delgado Sat Jan 01, 2011 5:43 am

    Respuesta a Juan Pedro García del Campo
    Comunismo, democracia y derecho

    Luis Alegre Zahonero y Carlos Fernández Liria


    Respuesta a Juan Pedro García del Campo
    Comunismo, democracia y derecho

    Luis Alegre Zahonero y Carlos Fernández Liria
    Rebelión


    Presentamos aquí nuestra respuesta al artículo de Juan Pedro García del Campo “El derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119043), que a su vez era su respuesta a nuestro artículo “Comunismo y Derecho” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=117932). Para quien quiera seguir la polémica entera, en este artículo criticábamos el artículo de Carlos Rivera Lugo “Comunismo jurídico” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=117096). Quizás convenga señalar que, al mismo tiempo, esta discusión está interconectada con la que han planteado Santiago Alba Rico y John Brown en sus artículos “El trabajo social difuso y la piscina de chocolate” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=117096) y “Comunistas sin comunismo” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118784).

    Es en general bastante agotador y frustrante mantener diálogos de sordos en los que las respuestas se basan en malentendidos cada vez más estrambóticos. Por lo tanto, haremos un esfuerzo por clarificar los términos de la discusión para que al menos pueda llegar a plantearse una discusión razonable (o digamos mejor amigable, no vayamos a empezar ya con mal pie). Trataremos de explicar por qué seguimos todavía pensando (ya que la enumeración de nombres de autores que proponía Juan Pedro García del Campo (JPGC) no ha surtido el efecto mágico esperado) que “derecho” no es sinónimo de “mercado”, y mucho menos de capitalismo, y que “razón” no es sinónimo de “Stalin”, “Comandante” o “Comité Central”. Sin embargo, empezamos ya a sospechar que el malentendido principal, el que lo termina enredando todo, en realidad, podría no estar entre JPGC y nosotros sino entre lo que JPGC defiende realmente y lo que dice que defiende. En efecto, podría ocurrir que JPGC estuviese cometiendo una notable injusticia no contra nosotros, sino contra sus propios principios éticos y políticos al encorsetarlos en una estructura terriblemente amenazadora para las causas que realmente defiende (y muy atractiva para las causas contra las que lucha). En fin, lo que viene a ser que te salga el tiro por la culata. Pero vayamos por partes.

    1. La ley del más débil

    Comencemos con “la vieja definición marxiana de comunismo” que propone JPGC como proyecto político: “una sociedad libre de hombres [y mujeres] libres”. Quizá no sea mucho como punto de partida (ya que, en su fórmula abstracta, podría ser asumido por cualquier liberal) pero en el artículo de JPGC no hay propuestas mucho más concretas a las que aferrarse, así que partamos de ahí. Ahora bien ¿cómo lograrlo?: actos de soberanía de la multitud, con fuerza normativa inmanente, refundación de lo normativo a partir de la la forma-comunidad y liberación de la soberanía contra el derecho, imposición de la democracia absoluta como método de afirmación soberana del poder de la socialidad común, en permanente estado de poder constituyente contra cualquier forma de seguridad juíridica. Es decir, Democracia plena, sin restricciones derivadas de ningún “deber ser”, sin limitación a exterioridades normativas ni a principios regulativos, en definitiva, el poder ejercido por una multitud no sometida.

    Es posible que toda idea de “deber ser” tenga algo de metafísica (volveremos sobre eso), pero si hay algo para lo que de verdad hace falta mucha (pero mucha) metafísica es para suponer que a las “multitudes no sometidas” jamás se les puede ocurrir atentar contra la libertad de hombres y mujeres, contra esa libertad que, en principio, definía el proyecto político que defendemos. ¿Es imposible pensar que una comunidad, sin limitaciones ni restricciones de ningún tipo, pueda decidir atentar contra la libertad, por ejemplo, de sus minorías? No hay que ser especialmente materialista para admitir que eso puede ocurrir y que incluso ha ocurrido (y sigue ocurriendo). En este sentido, hace falta mucha (pero mucha) metafísica para sacralizar la “forma comunidad” hasta un punto de imaginarnos que son imposibles cosas que han sido y son reales (como -y es sólo un ejemplo- el exterminio de minorías a fuerza de decisión soberana de comunidades). De hecho, resulta especialmente difícil (y peligroso) desarrollar esa peculiar metafísica de la comunidad en los tiempos de racismo y xenofobia que se avecinan. Realmente, echando un vistazo al discurso que la mayoría (absoluta) de nuestros conciudadanos tienen sobre la inmigración, no sé a quién le podría tranquilizar que se suprimieran los límites y restricciones que, contra posibles decisiones de la mayoría, introducen los ya de por sí raquíticos derechos de los inmigrantes. Más bien al contrario, tiende a parecernos buena idea introducir nuevos límites y restricciones a las posibles decisiones de los ciudadanos de la peculiar unidad de destino en lo universal que nos ha tocado en suerte.

    Ahora bien, si a este respecto defendemos el derecho, si defendemos “derechos para todos”, si defendemos límites y restricciones contra el racismo, no es por el placer que nos produce la idea de derecho sino por el respeto que merecen los conciudadanos de origen extranjero a los que también se debe (sí, se debe) garantizar la libertad en una sociedad libre. En este sentido, cualquier derecho introduce, en efecto, límites a la democracia, pero no deja de ser curioso, y útil para orientarse en el espacio político, que se trate de restricciones a las que se aferran los inmigrantes y que, sin embargo, incomodan cada día más a la derecha y la extrema derecha (en España, concretamente, al Partido Popular). En efecto, cuando en el pasado mes de abril el PP repartía en Badalona folletos con el lema “no queremos rumanos”, no hacían más que reclamar la autoridad irrestricta de la voluntad soberana del pueblo. Y no sé si los rumanos habrían hecho muy buen negocio apuntándose al carro de la multitud no sometida, sin limitación ni restricción, en vez de reclamar más derechos y garantías (ya que es posible que los ciudadanos de Badalona realmente no quieran rumanos; el racismo es lo que tiene).

    Con nada de esto pretendemos negar, ciertamente, que pueda haber ejemplos históricos en los que una democracia plena y sin restricción decida construir “una sociedad libre de hombres [y mujeres] libres”. Es posible que algo así tuviera lugar en Cuba entre 1959 y 1976. Es posible que en esa ocasión la dignidad sublevada promoviera un mundo construido sobre las exigencias de la libertad en el que se esperaba de cada uno según sus capacidades y se garantizaba a cada uno según sus necesidades. El relato de JPGC está lleno de imprecisiones y elementos que habría que aclarar. Por ejemplo, no debe pasarse por alto que corresponde justo a ese periodo el encierro en campos de homosexuales, algo que la revolución luego ha lamentado y corregido (en el periodo que ya le gusta menos a JP). Sin embargo, para discutir sobre lo que nos interesa, podemos hacer el ejercicio de dar por buena la idealización de su relato. Así, incluso si todo hubiera sido exactamente como él dice, habría de todos modos que señalar lo siguiente:

    1) la existencia de un ejemplo histórico en el que la espontaneidad sin restricciones de una multitud no sometida haya trabajado en la dirección de construir “una sociedad libre de hombres [y mujeres] libres” es algo que, aunque reconfortante, no garantiza en absoluto que lo contrario sea imposible.

    2) por lo tanto, como la espontaneidad no sometida a ningún tipo de restricciones no garantiza por sí sola una orientación marcada por las exigencias de la libertad, nos encontramos con que el patrón de medida con el que orientarnos en la política, es decir, el criterio por el que posicionarnos en un frente y no en otro, el criterio por el que preferir Cuba en 1959 en vez de Alemania en 1933, no puede ser ya por sí sola la espontaneidad de las multitudes sino, por el contrario, algo que remite a ciertos derechos y garantías que deben (sí, deben) quedar a resguardo de posibles decisiones de la mayoría.

    ¿Decimos algo muy metafísico con ese “deben”? Simplemente decimos que no podemos defender (ni nosotros ni JPGC, de eso estamos seguros) ninguna decisión (por muy espontánea que sea) que atente, por ejemplo, contra la libertad y la integridad de las minorías; que si un pueblo soberano decidiese exterminar a sus gitanos, no nos posicionaríamos (ni nosotros ni JPGC) del lado de los verdugos ¿Por qué no? Porque el patrón de medida que utilizamos (tanto nosotros como JPGC, pues en caso contrario, como es evidente, no le llamaríamos amigo) no coloca como criterio de validez último ni la fuerza, ni la espontaneidad, ni la democracia, ni la multitud, sino ciertos principios (a los que en nuestra peculiar retórica llamamos “derechos y garantías”) que debe respetar cualquier proyecto político que pretenda poder contar con el apoyo de los comunistas. De verdad lamentamos no ser capaces de explicarnos con algo más de claridad, pero lo que estamos defendiendo aquí es en realidad algo muy sencillo: si resulta que la decisión espontánea vale cuando opta por la libertad y la igualdad de los hombres y las mujeres (como por ejemplo, al parecer, en Cuba en 1959) pero la decisión espontánea no vale cuando opta por el exterminio (como por ejemplo, al parecer, en la Alemania de 1933 y quién sabe si en la Europa de los próximos años), entonces es que estamos adoptando un criterio de validez que no es ya la decisión espontánea en sí misma. Otra cosa es lo que cada uno hagamos con nuestras respectivas retóricas.

    Ahora bien, localizada la necesidad de cierto límite al menos en un ejemplo (el de la exclusión de las minorías), se impone que nos preguntemos por la consistencia interna y las condiciones de ese criterio de validez que nos exige, al menos en casos extremos, introducir ciertas restricciones a la soberanía espontánea de la multitud.

    ¿A qué reglas responde ese criterio de validez?, ¿por qué no nos parece aceptable que una comunidad extermine a sus minorías? Como decimos, hace falta realmente una sobredosis de metafísica para negar que esta sea una decisión soberana posible de una comunidad ¿Por qué nos resultaría inaceptable incluso si nosotros mismos no formamos parte ni de esa comunidad ni de esa minoría? ¿quizá porque se trata de un conflicto entre formas-comunidad, sagradas precisamente por su carácter comunitario?, ¿quizá porque cualquier minoría es ya una comunidad a cuya “forma” le corresponde ya una dignidad inviolable?, ¿y si se trata de una minoría muy pequeña?, ¿y si es tan pequeña que se reduce a un solo individuo?

    Los comunistas no solemos llamar “de los nuestros” a quienes defienden el exterminio de un solo hombre por el color de su piel; también haríamos mal en asumir como propias las frecuentes injerencias comunitarias, por ejemplo, en la libertad sexual de los individuos; daríamos peligrosos pasos hacia el despotismo si depositásemos en “lo común” el poder de decidir sin límites cómo debemos pensar, qué debemos hacer y cómo debemos buscar la felicidad los individuos. Si el comunismo, en nombre de la soberanía colectiva no sometida y el poder sin restricciones de “lo común”, no fuese capaz de encontrar ningún límite en la libertad, la integridad y la dignidad de los individuos, el comunismo sería un proyecto criminal (tan criminal, curiosamente, como dicen sus enemigos que es). Pero igual que nos negamos a “regalar” los conceptos de razón y derecho al liberalismo burgués, tampoco estamos dispuestos a “regalar” el comunismo a cualquier decisionismo irracionalista que, por muy revolucionario que se pretenda, no es más que la estructura del despotismo.

    Así pues, defendemos, en efecto, la existencia de límites para impedir que la soberanía colectiva y el poder de lo común pueda regular sin restricciones hasta los últimos detalles de la vida de los individuos. Puede que haya comunidades que no lo pretendan (y, en ese sentido, no supongan una amenaza para los individuos) pero, por la cuenta que nos trae, más nos vale contar con algún sistema de garantías que asegure que, aunque lo pretendieran (es decir, aunque pretendieran exterminar a los inmigrantes, lapidar a las adúlteras y marginar a los homosexuales), no lo conseguirían.

    Defender el derecho implica, sin duda, defender ciertos límites y restricciones, es decir, un sistema de garantías al que Ferrajolli denomina “la ley del más débil” pues, en definitiva, se trata siempre de introducir garantías y protección contra quienes tendrían poder para imponerse en ausencia de restricciones. No es casualidad que, históricamente, todas las luchas de los oprimidos y los explotados hayan pasado siempre por una formulación en términos de “derecho”: la lucha por la jornada de trabajo fijada por ley y, en general, por el derecho laboral (como explica detenidamente Marx en el capítulo del que JPGC cita solo el texto más y peor citado de todo El capital1), la lucha por el derecho al voto (para la clase obrera o para la mujer), la lucha por el derecho al propio cuerpo, la lucha por el derecho a la diversidad, incluso la lucha por el “derecho a tener derechos” (tal como reclaman actualmente los inmigrantes organizados)... etc. Y esto, claro está, es perfectamente lógico: quien, en ausencia de restricciones, impondría su poder absoluto (patrones, terratenientes, varones, mayorías sexuales, mayorías raciales o nacionales... etc.) no tiene ninguna necesidad de reclamar limitaciones a su soberanía (y esto ha sido así, en efecto, desde el origen con la introducción de restricciones al poder absoluto del monarca). Defender la ausencia de restricciones es, sin más, defender la ley del más fuerte, algo, por cierto, bastante viejo y de lo que ya sabemos qué resultados cabe esperar. Y es sin duda chocante que este sea el gran resultado que logra destilar JPGC tras poner en común a tantos teóricos del derecho, todos los cuales, por cierto, hilan bastante más fino por separado2.

    En todo caso, lo malo que tiene defender como proyecto esa especie de “comunismo del más fuerte” no es solo que se trate de un oxímoron (algo que podría justificarse si se trata de una rebelión contra las reglas básicas de la Razón) sino, sobre todo, los inesperados (quiero pensar que inesperados) compañeros de lucha con los que se puede encontrar.

    2. Forma derecho y forma valor.

    Ahora bien, nos encontramos con que, en efecto, estamos defendiendo la existencia de un sistema de límites y restricciones que, de un modo u otro, implica la defensa de libertades y garantías establecidas a escala individual. Ciertamente, lo que la tradición liberal y republicana ha venido a llamar propiamente “Derecho” es al sistema de reglas generales encargadas de hacer compatible la libertad de cada uno con la de todos los demás. Es decir, el Derecho toma, en efecto, a los sujetos individuales como el soporte último de los derechos y, en este sentido, se produce un paralelismo al menos sospechoso con la estructura individualista que define al mercado, es decir, a ese espacio constituido por la libertad de cada individuo para intentar obtener el máximo beneficio personal. ¿Son entonces idénticas (dada su estructura igualmente individualista) la forma-derecho y la forma-valor?

    Veamos cada una de las dos un poco más despacio. El punto de partida de la idea de Derecho es, en efecto, el concepto de libertad que, por mantener nuestro “fetiche-Kant”, lo expresamos en la siguiente fórmula: “nadie me puede obligar a ser feliz a su modo (tal como él se imagina el bienestar de otros hombres) sino que es lícito a cada uno buscar la felicidad por el camino que mejor le parezca”. Ahora bien, este principio de libertad individual encuentra, como es lógico, límites necesarios en la libertad de todos los demás para pretender un fin semejante. Que nadie me pueda obligar a ser feliz a su modo implica necesariamente que yo tampoco tenga derecho a obligar a nadie por la fuerza a que sea feliz al mío, imponiéndole cómo debe pensar o con quién se debe acostar. Hay elementos en los que “lo común” no tiene ningún derecho a meter las narices más que, eso sí, para garantizar que la libertad de cada uno es compatible con la de todos los demás según reglas generales. Esto, y no otra cosa, es a lo que Kant llama “principio universal del derecho”.

    Si queremos expresar esto mismo evitando términos como “ley”, “derecho” o “garantías” para evitar malentendidos, podríamos decir que el libre despliegue de las potencias es algo que merece ser preservado y, por lo tanto, cualquier restricción a este respecto debe, en principio, ser suprimida.

    Ahora bien, si un organismo se excede en su potencia y pretende, por ejemplo, exterminar o agredir sexualmente a otro, no nos limitaríamos a celebrar (espero) el triunfo del poder de la potencia más potente (en cuyo caso estaríamos, sin más, defendiendo del modo más tosco el principio elemental de la barbarie y el poder irrestricto del más fuerte). Por el contrario, trataremos de defender (espero) que el cuerpo social introduzca una serie de restricciones que impidan que el despliegue de la potencia de unos cuerpos se realice explotando, abusando, o cercenando las posibilidades de otros. En definitiva, es algo de este tipo lo que hace que nos parezca mal la explotación de los cuerpos a la que nos somete el capital o, en su caso, el esclavismo (porque nos parece mal ¿no?; no vaya a ser que ya se nos haya colado sin darnos ni cuenta una metafísica del deber-ser).

    Partiendo de la necesidad de preservar el libre desarrollo de las potencias, nos encontramos con que, inevitablemente, se impone la introducción de restricciones, no por deleite con ninguna exterioridad normativa sino, precisamente, para preservar el libre desarrollo de todas las potencias. Imaginemos, por ejemplo, una agresión sexual: las únicas opciones serían 1) negar que eso sea siquiera posible (para lo cual hace falta mucha metafísica), 2) celebrar en estos casos el triunfo del poder de la potencia más potente (lo cual requiere cierta vocación criminal) o 3) ni negarlo ni celebrarlo y, por lo tanto, combatirlo, es decir, defender algún mecanismo de “control social” que lo impida de un modo radical y efectivo, introduciendo de este modo ciertas restricciones al libre despliegue de las potencias. La libertad real y efectiva de los organismos para desarrollar sus potencias sería una quimera (en este caso sí, un auténtico cuento chino) si no hubiera modo de garantizar la compatibilidad de la libertad de cada una con la de todos los demás.

    En cualquier caso, nos encontramos con la necesidad de introducir ciertos límites, restricciones o garantías para asegurar la libertad de cada uno a buscar la propia felicidad por el camino que le parezca más apropiado.

    ¿Es este principio idéntico, en su individualismo, al principio de mercado?, ¿coinciden plenamente la “forma-derecho” y la “forma-valor”? ¿es correcta la ecuación “libertad individual” = “mercado”? Ciertamente, podría parecer que sí, pues la libertad individual (es decir, el derecho a hacer cada uno lo que considere oportuno con su propia persona y con todo lo que tenga derecho a reclamar como propio) parece adaptarse perfectamente a la idea de mercado (espacio en el que cada uno trata de obtener, en su trato con los otros, el máximo beneficio individual). En definitiva, un mercado no sería más que el espacio al que concurrirían hombres libres, jurídicamente iguales y propietarios de las mercancías que intercambian. En este sentido, no parece imposible ver en la “forma-mercado” la realización material de la “forma-derecho”.

    Sin embargo, a cualquiera que no tuviese ya la cabeza destruida por el liberalismo económico debería saltarle de inmediato algo a la vista: decir que la “forma derecho” es idéntica a la “forma mercado” implica dar por bueno el prejuicio (empíricamente falso y normativamente disparatado) de que los hombres y mujeres, en el uso de su libertad, lo único que pueden hacer es ir al mercado parta intentar obtener el máximo beneficio individual. Como bien sabe Marx (Cf. final de la sección II del Libro I de El capital), los definidores del concepto de mercado no son solo “libertad”, “igualdad” y “propiedad”, sino también “Bentham”, es decir, que cada uno se ocupe solo de sí mismo, que no haya más elemento de cohesión y mediación que el egoísmo, la ventaja personal y el interés privado.

    Ahora bien, una cosa es decir que esta lógica del interés privado no es por principio incompatible con la forma-derecho y otra bien distinta es afirmar que la “forma derecho” solo puede conducir al mercado. En efecto, la forma-mercado es compatible con la forma-derecho, pero no es en absoluto su único resultado posible. De hecho, lo que nos encontramos empíricamente es más bien lo contrario: cuando se deja libertad a los humanos para perseguir la felicidad por el camino que mejor les parezca, la suelen buscar comiendo y bebiendo con amigos, haciendo el amor con sus parejas o jugando con sus hijos. Todo esto puede parecer muy trivial, pero se trata de una cuestión de la máxima importancia: el egoísmo universal, el individuo como átomo aislado y maximizador de su propio interés, no es algo que vaya de suyo con la libertad individual. Es verdad que la libertad individual (por ser libertad) no excluye ese posible contenido pero (precisamente por ser libertad) tampoco lo impone. Es simplemente falso que el principio de libertad individual (contenido esencial de la forma-derecho) implique automáticamente el principio de egoísmo universal (contenido esencial de la forma-valor y del mercado).

    Tal como demuestra Polanyi (y, por supuesto, Marx), el mercado como mecanismo de mediación social es algo que no logró de ningún modo imponerse a fuerza de libertad individual sino que requirió una intervención violenta para disolver las relaciones no contractuales entre individuos y destruir toda posibilidad de organización espontánea.

    El principio del derecho debe sin duda establecer garantías a escala individual, pero eso no significa que imponga como única relación social posible la disolución de todos los vínculos y la atomización de los individuos. Que “cada uno” (sí, como derecho individual) pueda buscar la felicidad por el camino que mejor le parezca no significa que tenga que buscarla en el autismo de la maximización del propio interés. Sin duda hace falta tener algo muy mal calibrado para pensar que permitir que cada uno decida cómo quiere ser feliz implica automáticamente poner a todos a aprovecharse de sus hijos, engañar a sus vecinos o regatear con sus amigos.

    La forma-mercado no es, en principio, incompatible con la forma-derecho, pero pretender que ambas son la misma es un disparate que pasa por dar enteramente la razón a los integristas más fanáticos de la teoría de la racionalidad práctica. En efecto, solo algunos extremistas de la teoría de la elección racional tratan de justificar, en clave de beneficio individual y maximización privada de la utilidad, cosas como, por ejemplo, por qué los padres cuidan de sus hijos, suponiendo que responde al beneficio esperado de obtener cuidados al llegar a ancianos (con lo cual se van enredando en los profundos problemas de por qué los padres cuidan también de los hijos con enfermedades terminales, etc...). Este tipo de disparates solo es posible si se defiende, ciertamente, que la libertad individual (y la forma-derecho) y el mercado (y la forma-valor) son, sin más, estructuras idénticas.

    ¿Defendemos esto los comunistas? Evidentemente, no. De hecho, nos resulta difícil entender cómo se podría ser comunista si no es sobre la firme convicción de que la libertad individual, que no es incompatible con el egoísmo, tampoco es incompatible con la amistad, el amor, la familia y la cooperación. Así pues, la libertad individual (y su correspondiente forma-derecho) lejos de implicar automáticamente la forma-valor, es perfectamente compatible con cualquier forma-comunidad. Bueno, con cualquiera, no: solo será compatible con esa forma-comunidad que no trate de suprimir las libertades individuales e imponer, en nombre de “lo común”, un modo común de ser feliz (tal como la multitud no sometida se imagine el bienestar de los hombres y mujeres). Los comunistas, sin duda, tenemos la tarea de recuperar e instaurar nuevas formas de comunidad, pero debemos asegurarnos de que se trate de comunidades libres de hombres y mujeres libres y, por lo tanto, compatibles con la forma-derecho.

    En definitiva, haría falta darle la razón en todo a los teóricos más fanáticos del libre mercado para poder decir que el comunismo es incompatible con la forma-derecho. En todo caso, si el comunismo que propone JPGC sí es incompatible, entonces ese no es nuestro comunismo. Definir el comunismo como “la democracia más absoluta afirmada con soberanía plena” puede quedar muy resultón, pero nos deja ante el problema (porque a JPGC también le parecerá un problema ¿no?) de tener que llamar comunismo a cualquier decisión por criminal que sea que se afirme con soberanía plena, sin restricciones ni mediaciones, sin límites de ningún tipo. El principal problema de esa definición no es ya la cantidad de comunistas que quedaríamos descolgados sino, sobre todo, la cantidad de fascistas que se sumarían felices a ese carro. Así, lo mínimo que hay que decir es que como definición no es muy buena.

    3. Forma valor y forma capitalismo

    Mucho más desatinado aún es confundir la forma-valor con la forma-capitalismo. Puede que JPGC no encuentre por nuestra parte “ningún argumento” ni en el artículo al que responde “ni en ningún otro de los que han publicado... recientemente o no”. Ante esto, no sé si podemos hacer ya mucho más: acabamos de publicar un libro3 de 700 páginas del que cabe decir que este es casi el único tema y, desde luego, los argumentos serán mejores o peores (pues son lo mejor de lo que hemos sido capaces, pero eso tampoco es decir mucho), argumentos en cualquier caso muy discutibles, pero es descorazonador que la respuesta sea negar que se hayan publicado y, a cambio, nombrar a un montón de autores clásicos como si, en una especie de conjuro, bastase decir su nombre (sin necesidad de esgrimir sus argumentos) para quitarnos ya la razón.

    En todo caso, para intentar hacer un resumen rápido de la cuestión, hay que decir que para obtener la “forma-capitalismo” a partir de los principios básicos del liberalismo (libertad, igual y propiedad) no sólo hace falta, como bien sabía Marx, añadir a Bentham y el egoísmo universal (elementos que, como decimos, no van de suyo con la libertad individual y la correspondiente forma-derecho). Para obtener la “forma-capitalismo” a partir de los principios básicos del liberalismo hace falta, además, suprimir la propiedad y, con ella, la libertad y la igualdad.

    En efecto, toda la crítica de Marx a la economía política (que es el subtítulo de El capital) consiste en negar el cuento que la sociedad moderna se cuenta a sí misma (y que JPGC da por bueno pese a su lucha sin cuartel contra los cuentos): la pretensión de que el capitalismo no es nada más que la realización del proyecto del derecho y que, por tanto, encuentra todo su fundamento en los firmes principios de la libertad, la igualdad y la propiedad. El argumento, básicamente, vendría a ser el siguiente: el mercado no es más que un espacio en el que sujetos libres y jurídicamente iguales intercambian entre sí las mercancías de las que son propietarios. Por lo tanto, la máxima libertad (que cada uno pueda hacer lo que considere oportuno con su persona y con todo lo que tenga derecho a reclamar como propio) sería idéntica al mercado (que cada uno intente, en su trato con los otros, obtener el máximo beneficio individual posible) y éste sería idéntico al capitalismo (una sociedad basada en la producción de beneficios). Así pues, según este argumento liberal, bastaría tirar del hilo de la libertad y del derecho para tener ya el capitalismo.

    Lo que demuestra Marx es, precisamente, que esos principios no son ni remotamente el verdadero fundamento del modo capitalista de producción. Por el contrario, ese fundamento hay que buscarlo en la aniquilación de la propiedad, en la expropiación generalizada de la población de sus condiciones de existencia. No basta con que haya hombres y mujeres libres para que pueda ya funcionar el capitalismo. Hace falta que haya proletarios. Y lo que define a estos es, precisamente, la ausencia de propiedad y de cualquier modo de independencia civil. En efecto, en los dos últimos capítulos del libro I, Marx nos recuerda la matanza que hizo falta para expulsar a la población campesina de sus tierras (tras lo que se convirtieron en las masas de desharrapados que terminaron alimentando las fábricas de Manchester como único medio de subsistencia) para explicar que “la expropiación de la masa del pueblo despojado de la tierra constituye el fundamento del modo capitalista de producción”. No es a fuerza de ley y derecho, no es a golpe de libertad, igualdad e independencia como se logra poner el capitalismo a funcionar. Esa versión no es más que el cuento que los ideólogos del capitalismo (y JPGC) se cuentan a sí mismos y nos cuentan a nosotros.

    Ahora bien, una vez consumada la expropiación, una vez la población depende a vida o muerte de la obtención de un salario (es decir, depende a vida o muerte de lograr que algún capitalista te ofrezca trabajar para él), una vez, además, se introduce con un carácter estructuralmente necesario la existencia de cierta masa de desempleados (masa necesaria que Marx denomina “ejército industrial de reserva” y a la que la economía convencional moderna se refiere como “tasa natural de desempleo”), una vez, en definitiva, se dispara con todos sus resortes la lógica del capital, entonces ocurre que la explotación de clase es capaz de reproducirse manteniendo plenamente la apariencia de su compatibilidad con el derecho.

    En efecto, una vez consumada la expropiación, basta la plena libertad individual para lograr que la mayoría de la población decida trabajar para otros a cambio de un salario. Además, una vez asentada estructuralmente una determinada tasa de desempleo (por debajo de la cual, ya nos advierten economistas convencionales, amenaza el apocalipsis y el colapso del sistema), basta la plena libertad individual para que siempre haya gente dispuesta a trabajar más y más barato que quienes tienen empleo (para, así, tener al menos algún tipo de ingreso con el que subsistir). En definitiva, una vez se dan estas condiciones, basta la plena libertad individual para que el resultado sea la explotación sin límites y la barbarie.

    En este sentido, no tenemos nada que objetar a las dos o tres páginas que JPGC dedica a explicar el mecanismo de explotación en que consiste el capital. Lo único que nos resulta un poco desconcertante es que pretenda, en algún sentido, ¡¡estarlo explicando, supuestamente, contra lo que nosotros defendemos!!

    El problema está en que esa apariencia de compatibilidad del capitalismo con los principios del derecho sólo se puede sostener sobre la base de la ficción jurídica que pasa por llamar “propietarios” y, por lo tanto libres e independientes, a los hombres y mujeres que no tienen en propiedad nada más que la posibilidad de vender a otro las propias fuerza para que las use a su antojo (como si fuesen suyas). Así, solo sobre la base de esta ficción jurídica que toda la tradición republicana y socialista ha tratado de impugnar, se puede sostener la apariencia de compatibilidad entre los principios del derecho y la explotación capitalista. Esta apariencia constituye el núcleo mismo de la cobertura ideológica con la que se protege el capital. Sin embargo, por algún motivo, JPGC se empeña en que es tarea de los comunistas reforzarla. El negocio, realmente, no puede ser más ruinoso4.

    4. Derecho positivo y derecho racional

    Hace falta estar muy loco o ser muy necio para regalarle al enemigo el concepto de derecho. Y, desde luego, los hombres y mujeres que luchan rara vez lo hacen.

    Los principios de libertad, igualdad e independencia y la exigencia de su concreción en reglas tienen necesariamente una fuerza tal que incluso los criminales más audaces tratan de dar a sus crímenes esa cobertura. Así, EEUU arrasa países enteros en nombre de la libertad y la democracia. Ante esto, no obstante, hay dos estrategias posibles: o bien dar por bueno (a fuer de materialismo) el cuento que nos cuenta la potencia más potente o bien denunciarlo como una estafa; o bien dar la batalla ideológica con los despojos que nos deja el enemigo o bien intentar apropiarnos de esos conceptos centrales que son (y no pueden dejar de ser) aspiraciones universales de la humanidad.

    Ciertamente, se trata “solo” de conceptos, de exigencias, de ideas regulativas (como la idea de derecho), pero hace falta una sobredosis de materialismo para negar a las ideas cualquier función práctica. En definitiva, para oponerse a cualquier injusticia no basta con tener mucha potencia. Hace falta también tener algún criterio que nos permita distinguir las injusticias. Para potencias muy potentes pero enloquecidas, ya tenemos bastante con el capitalismo.

    En efecto, para posicionarnos a favor de Cuba en 1959 y en contra de Alemania en 1933 nos hace falta un tercer elemento, pero ese elemento no puede ser una tercera cosa (por ejemplo, París en 1871) sino una razón por la que considerar intolerables ciertas cosas y necesarias otras. O bien se apuesta claramente por un decisionismo irracionalista en el que no haya más criterio que la voluntad caprichosa o arbitraria de la potencia más potente. O bien se asume la necesidad de dar razón de por qué defendemos lo que defendemos (por ejemplo, por qué rechazamos la masacre del pueblo palestino incluso si personalmente no nos va nada en ello).

    No somos tan ingenuos de pensar que el resultado se terminará decidiendo por una vía distinta de la fuerza. Pero tampoco somos tan criminales, insensatos e irresponsables como para no preguntarnos a qué potencia (y por qué razones) decidimos sumar nuestras fuerzas.

    Ahora bien, en esto de las “razones” no defendemos, tal como nos acusa JPGC de un modo desconcertante, ningún tipo de instancia privilegiada y Absoluta. No cabe localizar en ningún sitio, ciertamente, portavoces prominentes de la Razón: ni el Comité Central del Partido, ni Stalin, ni el FMI, ni el Rey filósofo5 (nos parece simplemente un delirio o más bien una injuria que JPGC nos reproche algo así). En efecto, nadie puede pretender una comunión tan inmediata y Absoluta con la Razón como para arrogarse la posibilidad de imponernos a todos cómo debemos pensar o qué debemos hacer. Nadie (ni comandante ni rey ni partido) puede pretender una conexión tan privilegiada y absoluta con la Razón que le autorizase a imponernos determinados contenidos morales, políticos, teóricos, estéticos, etc., con carácter vinculante y validez general.

    Ahora bien, esta ausencia radical de Absolutos y contenidos vinculantes no implica la ausencia de un proyecto político definido. Muy al contrario, esta ausencia radical de contenidos vinculantes implica con carácter absoluto la necesidad de un proyecto político concreto, a saber, la exigencia del derecho: precisamente porque nadie tiene derecho a imponerme cómo debo pensar, qué debo hacer o qué me debe gustar, se impone la necesidad de un ordenamiento jurídico que comience por garantizar a todos, en principio, la libertad para perseguir los fines que cada uno considere más oportunos, es decir, que cada uno haga, piense y disfrute, en principio, con lo que quiera.

    ¿Sin ningún tipo de límites? Evidentemente no. Hay ciertos límites que van automáticamente implicados en este planteamiento: si esa libertad ha de ser garantizada a todos, es necesario imponer como límite a cada uno la exigencia de compatibilidad de sus acciones con la libertad de los demás según leyes universales. Es decir, es la idea misma de libertad la que, dada la ausencia radical de portavoces privilegiados de la Razón, exige la compatibilidad de la libertad de cada uno con la de todos los demás según leyes universales6.

    A partir de este principio elemental, es posible ir derivando todo un sistema de determinaciones que corresponden (analíticamente) a esta cristalización de las exigencias de la libertad.

    Por ejemplo, corresponde a la idea misma de libertad el que nadie tenga hipotecada su propia existencia a la voluntad caprichosa de otro particular. En este sentido, hay ciertas condiciones materiales del ejercicio de la libertad (relativas al sustento del propio cuerpo como soporte material de todos los derechos) en ausencia de las cuales se introduce la subordinación despótica de unos individuos a otros. Por lo tanto, la independencia civil resulta inseparable de la exigencia de libertad. Ni la dependencia formal de las mujeres hacia sus maridos (regulada en el código civil franquista) ni la dependencia material de los obreros hacia sus patrones (que obliga a entregar como tributo vidas enteras de trabajo) resultan, pues, compatibles con la idea de derecho (y, por cierto, aunque nos ruborice un poco tener que aclarar estas cosas, debemos decir que este atentado a la libertad y la dignidad de los individuos resulta intolerable no porque haga sufrir mucho a la “idea” de derecho sino que, al revés, se registra como contrario a la idea de derecho precisamente porque atenta contra la libertad y la dignidad de las personas).

    Del mismo modo, resulta indisociable de la idea misma de ley la validez general para todos y, por lo tanto, el principio de igualdad: que nadie pueda reclamar para sí la posibilidad preferente y privilegiada de atentar contra la libertad de los demás haciendo consigo mismo excepciones sobre la regla común.

    Ahora bien, dentro de los límites que marca la exigencia de libertad, igualdad e integridad de todos, cada estado, cada pueblo o cada comunidad que exprese la voluntad de organizar un cuerpo político debe poder dotarse de las leyes comunes que considere más apropiadas para regular su propia convivencia. Es decir, la capacidad de establecer las reglas comunes debe establecerse según mecanismos democráticos. Y, de nuevo, surge aquí el problema de no poder (por principio) contar con ningún portavoz privilegiado de la razón (ni Partido, ni Stalin, ni FMI, ni Rey filósofo) capaz de garantizar, por su mera autoridad, las leyes más convenientes para todos. No contamos como depósito de la razón más que con nuestra propia capacidad de dar argumentos siempre mezclados (como no puede ser de otro modo) con pasiones, intereses privados, limitaciones teóricas, etc. En estas condiciones, la única opción es buscar algún truco para exigir a las razones privadas que traten de hacerse valer como razón pública, es decir, que si aspiran a ser admitidas como razones de validez general para todos, tengan antes que haberse puesto a prueba (y haber triunfado) en un espacio de argumentación y contraargumentación común. Para eso, es necesario construir un espacio de discusión en el que las razones privadas se vean forzadas a intentar hacerse valer como razón pública (pues, en caso contrario, les resultará imposible el asentimiento general). Esta es, sencillamente, la idea regulativa en la que se basa cualquier asamblea legislativa, los consejos de obreros, los soviets mientras duraron, los Consejos municipales de la Comuna... y el principio por el que pretenden orientarse nuestros parlamentos fingiendo que no están secuestrados por la banca, los medios, y los mercados.

    Ahora bien, esta capacidad de legislar democráticamente no puede estar exenta de reglas y garantías. Por ejemplo, quienes quedaran en minoría deben tener la misma obligación que todos los demás (independientemente de su potencia) de respetar las normas aprobadas en común pero, en cualquier caso, se debe garantizar (incluso contra posibles decisiones de la mayoría) su derecho a seguir razonando en público, argumentando y defendiendo ante todos que, en realidad, la propuesta planteada por ellos era más conveniente para regular la vida común del conjunto. Una asamblea que aniquilase a sus voces discrepantes resultaría intolerable por mucho que esta fuera la decisión soberana de una multitud no sometida. Ahora bien, para poder afirmar esto, como es evidente, es necesario encontrar un criterio validez distinto del de la afirmación soberana de una multitud no sometida.

    Al mismo tiempo, como algo también indisociable de la idea de “norma común”, hay que defender la existencia de algún poder público capaz de hacerla cumplir, es decir, un poder capaz de garantizar su validez general para todos. Si las normas comunes las cumple solo el que quiere o, peor aún, si hay alguna fuerza que acumula más poder del que tiene el cuerpo político para hacerlas cumplir (y esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando los bancos tienen más poder que los gobiernos), entonces ya no cabe hablar de normas comunes ni de soberanía ni de libertad.

    Ahora bien, es evidente que todos los principios que estamos aquí enumerando tienen algo de metafísico: en la realidad la libertad es permanente cercenada por las fuerzas de orden público, la independencia civil es una quimera en condiciones capitalistas de producción, la presunta igualdad jurídica convierte las leyes en una ratonera para los pobres pero no causan casi molestias a los ricos que las violan, los parlamentos están secuestrados por los grandes poderes económicos que les restringen cada vez más cualquier margen de maniobra, el poder público siempre se ha mostrado impotente cuando ha tenido que medirse con los dueños del poder real...

    Todos los principios que hemos señalado aquí como contenido necesario de la “idea” de derecho son mentira respecto al mundo actual. ¿Se trata entonces de vanas quimeras y conceptos que no tienen nada que ver con la realidad? ¿son entonces un puro cuento? Todo lo contrario: se trata precisamente de los conceptos que necesitamos para impedir que la realidad nos cuente cuentos. En efecto, son Francia, Inglaterra y España (con la inestimable colaboración de JPGC) quienes tratan de contarnos el cuento de que ellos son la realización definitiva del Estado de derecho, el triunfo final de la libertad, la igualdad, la independencia, el parlamentarismo, la libertad de expresión. ¿Es imposible saber que se trata de una simple impostura?. ¿Qué necesitamos para poder detectar esa estafa? Evidentemente, necesitamos poder confrontar la realidad (que se pretende en Estado de derecho) con el derecho (según su idea) para ver hasta qué punto coinciden o no. Renunciar a la idea de derecho, en vez de hacerte más materialista y realista, te convierte en consumidor inerme de los cuentos del capitalismo (de los que JPGC es realmente un gran entusiasta). De nuevo sentimos no lograr explicarnos con mayor claridad ante algo que, en realidad, es extremadamente sencillo: si un comerciante te intenta vender una burra como si fuera un pura sangre, conviene tener cierta idea de caballos para impedir que te estafe. La vía más eficaz para convertirte en el hazmerreír de la comunidad es renunciar, en nombre del materialismo, a comparar las cosas con el concepto de lo que pretenden ser.7

    En este sentido, en efecto, es verdad que las determinaciones del concepto de derecho no se cumplen en el mundo real, pero no por eso se trata de un concepto inútil: lo necesitamos precisamente para interpelar a la realidad y combatirla en vez de reírle las gracias y comprarle los cuentos (como, por ejemplo, el de que todo Derecho es Derecho burgués). Nuestros ordenamientos jurídicos pretenden ser un estado de libertades y garantías pero sabemos que es mentira: falta libertad, falta igualdad, falta independencia, falta libertad de expresión, falta deliberación ciudadana con capacidad legislativa, falta poder público... Todo esto, en efecto, brilla por su ausencia en todos sitios, pero si brilla, aunque solo sea en la denuncia de su falta, es porque mantenemos al menos la posibilidad de comparar una realidad con el concepto de lo que pretende ser y descubrir entonces la estafa.

    En definitiva, esos conceptos e ideas regulativas que a JPGC le parecen un cuento chino son, por el contrario, la única garantía que tenemos contra los cuentos chinos que el capitalismo trata de contarnos a diario, sobre todo ese de que “solo hay Derecho en el mundo burgués y todo Derecho es Derecho burgués”, que es, por cierto, el cuento favorito tanto del capitalismo como de JPGC.

    Por lo demás, siempre hace falta cierta dosis de “metafísica” para saber de qué lado de cada batalla estamos. Para poder elegir entre una cosa y otra necesitamos algo más que las dos cosas. Necesitamos también un criterio de selección. Y, como decíamos, ese criterio no es una tercera cosa sino alguna razón por la que preferir una en vez de otra. Así, si tenemos que elegir entre sumar nuestras fuerzas al ejército israelí o a la resistencia palestina, necesitaremos un tercer elemento que no será ya una cosa (por muy potente que sea) sino una idea (por muy impotente que sea) que nos permita distinguir lo imperativo de lo intolerable y nos sirva de criterio para sumar nuestras fuerzas a un lado o al otro. Y el caso es que JPGC, como no podía ser de otro modo, pone también encima de la mesa un criterio de validez igual de trascendente y metafísico que cualquier otro: la Democracia más absoluta afirmada con soberanía plena ejercida por una multitud no sometida. Ciertamente, no pretenderá que esa “democracia plena” encuentra hoy alguna realidad más real que el proyecto político de la ciudadanía. Como criterio, es tan regulativo, metafísico y basado en un “deber ser” como cualquier otro. A partir de él, hay que tomar partido siempre a favor de todo acto de soberanía plena de la multitud no sometida y en contra de cualquier límite, regulación o sistema de garantías que trate de restringir esa soberanía. Pues bien, este criterio no es menos metafísico y más materialista sino, simplemente, más irresponsable y criminal incluso desde el punto de vista de las cosas que realmente trata de defender JPGC. El problema de ese criterio, en el caso de JPGC, es sobre todo que se trata de un pésimo criterio para decidir de qué lado está en cada caso. Y esto es algo que, como es lógico, tiene su prueba del 9: ¿apoyaría JPGC un acto de plena soberanía de la multitud que decidiera aniquilar a los homosexuales?, ¿celebraría como acto de liberación que una multitud no sometida expulsase a todos los inmigrantes? Si la respuesta es “no”, entonces el criterio que dice defender no es el que realmente aplica (pues una respuesta negativa supone algún otro criterio de validez, distinto del de la mera soberanía colectiva, que permita “validar” algunos actos de soberanía como aceptables y rechazar otros como intolerables). Si la respuesta es “sí”, entonces JPGC tendrá que explicarnos cómo hacemos a partir de ahora para distinguir, no ya las burras de los caballos, sino a los fascistas de los comunistas.
    NOTAS

    1Por otra parte, en Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, El orden de 'El capital', pp. 403-415, hacemos un comentario bastante extenso del capítulo en cuestión, “La jornada laboral”.

    2JPGC nos reprocha de continuo que no discutimos con este o aquél autor, que en realidad no discutimos con nadie, que no nos hacemos cargo de escuela alguna, que hablamos desde la Luna, es decir, que somos, en definitiva, unos lunáticos prepotentes muy ignorantes. La verdad es que citamos poco o muy poco y lo hacemos a conciencia, hastiados de la pedantería y el academicismo. A fuerza de citas de autores y escuelas, se acaba por hablar mucho más de los autores y de las escuelas que de las cosas mismas de las que hay que hablar. Cuando se pone una cita en lugar del argumento mismo que se pretende ilustrar con ella, o bien es porque se intenta colar un argumento de autoridad, o bien porque, en realidad, se está intentando distraer un momento la atención del lector para poder así darle gato por liebre. No siempre es así, por supuesto, pero uno llega a pensar que cada vez que te ponen una cita es porque te están escamoteando un argumento. En el artículo de Carlos García Lugo que dio lugar a esta discusión, había tantas citas que era imposible saber lo que decía. JPGC enumera un sin fin de autores, pero no se ve que los utilice para nada. Por nuestra parte, creemos que el mejor homenaje que se puede hacer a un pensador es utilizarlo. Los filósofos están al servicio de las cosas. Pero el academicismo, a fuerza de hablar de los filósofos, se olvida de las cosas. Y la pedantería, a fuerza de citar a los filósofos, acaba por no hablar si no del propio curriculum.

    3http://www.rebelion.org/noticia.php?id=113472

    4Resulta de lo más chocante que en el extenso artículo de JPGC -en el que, tras criticarnos de todo, se nos critica no hacernos cargo de nada- se pasa enteramente por alto la más mínima mención a lo que era la pieza fundamental de nuestra argumentación: la ficción jurídica sobre la que se levanta el llamado “derecho burgués”, es decir, el derecho bajo condiciones capitalistas de producción. No hay al respecto el menor comentario. El motivo de ello es muy claro: JPGC no puede localizar ahí ficción alguna, pues está empeñado en que el universo del derecho, el universo del valor y el capitalismo mismo son la misma cosa. Pero lo que no puede decir es que nosotros no nos hemos tomado el trabajo de argumentar lo contrario. Lo que hemos intentado mostrar en El orden de El capital es que es imposible una lectura de la obra de Marx con esos parámetros. El derecho y el mercado no son la misma cosa. Pero es que el mercado y el capitalismo, tampoco. No se puede deducir el capitalismo de la forma valor (eso es precisamente lo que pretende el liberalismo). Cuando JPGC afirma que el capitalismo “se atiene a ley” que, “se ajusta a Derecho” y añade, “y no a cualquier Derecho sino a la ley más racional de todas: la del intercambio de equivalentes”, se olvida de explicitar una cosa fundamental: que ese “intercambio de equivalentes” no se produce entre auténticos ciudadanos -al menos según los parámetros del pensamiento de la Ilustración-, pues el proletariado carece del requisito fundamental de la ciudadanía: la independencia civil (el no tener que depender de otro para subsistir).

    5Respecto al asunto de nuestra defensa de Sócrates y Platón habría mucho que decir, sobre todo porque habría que comenzar desmontando prejuicios muy enquistados ya desde los primeros manuales que se utilizan en bachillerato. La cuestión resulta un poco larga para discutirla ahora. En todo caso, aprovechamos para anunciar la próxima publicación en la editorial Akal de una serie completa de libros de texto de Filosofía que hemos elaborado, precisamente, con la intención de contrarrestar ese barullo de tópicos empaquetado en los manuales habituales.

    6 Esto es, como ya hemos dicho (retomando una vez más nuestro fetiche-Kant), lo único que establece el principio universal del derecho. En efecto, tal como señala Kant, un ordenamiento jurídico constituirá propiamente un sistema de derecho en la medida en que las normas busquen establecer “el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad”Kant, Die Metaphysik der Sitten, p. 230

    7Por otra parte, no se entiende muy bien por qué para JPGC es metafísico, idealista o lunático pretender que bajo condiciones capitalistas el derecho no es realmente el derecho, y, en cambio, le parece de lo más materialista y realista repetir una y otra vez que bajo condiciones capitalistas la democracia no es realmente democrática.

    Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

    JM Delgado
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    La polémica entre John Brown y Salvador López Arnal El trabajo social difuso y la piscina de chocolate Empty Comunismo y Derecho Carlos Fernández Liria y Luís Alegre Zahonero

    Post  JM Delgado Mon Jan 10, 2011 2:45 am


    Comunismo y Derecho

    Carlos Fernández Liria y Luís Alegre Zahonero
    Rebelión


    El 21/11/2010, Rebelión publicó de manera destacada un artículo titulado “El comunismo jurídico”, firmado por Carlos Rivera Lugo y dedicado al gran jurista cubano Julio Fernández Bulté. Ese artículo, que defiende tesis a nuestros ojos escandalosamente erradas, tiene sin embargo la paradójica virtud de presentarnos en una especie de espejo invertido todo lo contrario de cuanto llevamos intentando defender en nuestras últimas publicaciones y, en especial, en Educación para la ciudadanía (cuya edición cubana fue, por cierto, presentada en la Universidad de La Habana precisamente por Julio Fernández Bulté, quien dijo sentirse tan sorprendido como interesado por nuestra interpretación del Derecho) y en El orden de El capital (Akal, 2010). No es que queramos tomarla en particular con el autor del artículo, al que no conocemos. Queremos decir unas palabras sobre el asunto porque ahí se condensan unos cuantos tópicos que son muy habituales entre nosotros, los comunistas o los anticapitalistas.

    El artículo de Carlos Rivera Lugo comenzaba citando a Badiou, Daniel Bensaïd, Álvaro García Linera, Gianni Vattimo, Slavoj Zizek y Jean-Luc Nancy para defender la idea de que el comunismo es, ante todo, un movimiento. Hace ya mucho tiempo que se pretende que esta idea es interesantísima. Pero el caso es que no lo es. Que el comunismo es un movimiento, una ideología o un proyecto político es algo que sabemos sin necesidad de recurrir a tanta cita, porque ya lo dice el diccionario. La dificultad está, sin duda, en poner el acento en aquel “ante todo”. Así pues, el comunismo es, “ante todo”, el movimiento que lucha por instaurar el comunismo. Con ello se pretende estar diciendo algo por lo visto muy profundo. Pero no es así. Bajo ese “ante todo” lo que se esconde por lo habitual es el pistoletazo de salida para algún tipo de cántico místico a lo “vivo”, lo “móvil”, lo “creador”, lo “dinámico”, lo “constituyente”, lo “fluido” o lo “líquido”. Como resulta que el comunismo es ante todo el movimiento comunista, ya no hace falta decir lo que es el comunismo, ya que lo importante es luchar por él. Incluso, a la postre, podría decirse que esto es lo bueno que tiene el capitalismo: que nos permite seguir siendo comunistas contra él.

    Aunque a veces ni siquiera es cuestión del capitalismo: el comunismo sería entonces la continua crítica y deconstrucción del orden establecido (de cualquier orden establecido) que tendría de malo, en definitiva, precisamente eso: ser un “orden” y ser “establecido”.

    Ahora bien, la verdad es que así no se hace mucha justicia al movimiento histórico comunista. Los comunistas no tuvieron nunca -nos parece- muchas ganas de ser comunistas. Ni creo que las tengamos ahora. Somos comunistas porque el capitalismo es intolerable y creemos que el comunismo sería un orden más justo y sensato. Si somos comunistas es porque querríamos ser ciudadanos -no comunistas- en un orden social comunista. Históricamente, ser comunista no ha tenido ninguna gracia, pues ha consistido en hambre, clandestinidad, exilio, sacrificio, prisión, torturas y muertes. Los comunistas no luchaban para poder seguir luchando, sino para poder dejar de hacerlo. Es decir, para instituir algo, algo a lo que, precisamente, hay que llamar “comunismo”. Luchaban para ganar, no para agotarse en una lucha sin fin.

    Santiago Alba Rico dijo una vez con acierto que el comunismo se había inventado para gente cansada. Los comunistas no queremos agitarnos todo el rato. Queremos descansar. Lo que no nos gusta del capitalismo no es que sea muy rígido, sino, precisamente, que es tan flexible que nos ha hecho migas. Puede que algunos se inclinen más que otros a ser nómadas, pero nunca tanto como el capitalismo, que sería muy capaz de meter en pateras a toda la humanidad. No queremos vivir en un perpetuo poder constituyente incapaz de dejar nada constituido, porque eso es, para nosotros, lo que precisamente tiene de malo el capitalismo, que nunca da nada por bueno, que no respeta ni a su padre (mejor dicho, que por no respetar, no se respeta ni a sí mismo). Contra él, queremos más bien todo lo contrario: instituciones que se sostengan en pié por sí solas, sin necesidad de agotar en ello la vida de los seres humanos.

    Y en fin, para ello precisamente hace falta, “ante todo” (esta vez sí), eso que el artículo de Carlos Rivera Lugo tanto denostaba: el Derecho. Aquí se concentra el principal dislate que hemos intentado contrarrestar con las publicaciones mencionadas. Por supuesto, el problema -y el foco de los malentendidos- surge al plantear si eso a lo que estamos llamando Derecho es lo que el marxismo ha llamado el “derecho burgués”.

    Para contraponer al “derecho burgués” un “comunismo jurídico” o un “derecho vivo” o “revolucionario” habría que haber diagnosticado muy bien en qué reside el carácter “burgués” del derecho burgués. Y a tenor de lo que luego se vine a decir, todo hace pensar que el diagnóstico no ha sido el correcto. Cuando se reclama un “derecho vivo”, “en manos del pueblo”, que “surja de la sociedad”, “más allá del “fectichismo de lo jurídico”, más allá del “culto a la ley”, cuando se reclama un derecho “revolucionario” en ese sentido, se está contradiciendo, en realidad, no lo que el derecho burgués tiene de burgués, sino lo que tiene de derecho. Y entonces se está imposibilitando lo que es más esencial hacer: criticar el derecho burgués a favor del derecho. “A favor del derecho”, y no para dejar paso a una ocurrencia mejor que el derecho.

    Lo hemos repetido muchas veces. El Derecho es la única escalera que ha inventado el ser humano para elevarse por encima de la religión y la tradición. Si te empeñas en dar un paso más al llegar arriba, vuelves a caer al suelo. El Derecho es la única escalera que puede situar a a la sociedad por encima de la autoridad de los ancestros, de los dioses y de los reyes. La única manera en que una sociedad puede tener una visión de sí misma más allá de su tejido cultural, más allá de la la constelación de supersticiones que conforman su “visión del mundo”, más allá -dicho althusserianamente- de su “macizo ideológico”. Es la única forma por la que el hombre puede instituir sociedad elevándose por encima de las constricciones antropológicas, sociales e históricas. Esta “elevación” no es, por supuesto, ni más ni menos misteriosa que eso a lo que llamamos libertad. Un más allá del Derecho, no es un más allá de la Libertad: es el más acá del que habíamos partido, el mundo de la sumisión religiosa a lo que fácticamente se impone por la fuerza.

    No es extraño, por supuesto, que todos los intentos del “socialismo real” por superar el “derecho burgués” desembocaran en algún tipo de culto a la personalidad. El Estado de Derecho es la única mayoría de edad posible para la sociedad. Más allá del Estado de Derecho no está más que la vieja minoría de edad. Quien se somete a Leyes, es libre. Pero quien pretende someterse a algo más allá de la ley, acaba sometido, en realidad, siempre, a la palabra de un tirano. Y cuanto más allá de la Ley se quiera imaginar la voz de la tiranía, más se retroalimenta el circuito religioso y más infantil se vuelve la servidumbre en cuestión.

    De este modo, el Derecho no sería más que la gramática de la libertad. Se dirá que eso es, en todo caso lo que el derecho tiene de derecho, no lo que tiene de burgués. Y efectivamente, esto es lo que el pensamiento de la Ilustración, concibió como “el Derecho”. Y lo importante es que, al criticar el derecho burgués no demos al traste con el pensamiento mismo de la Ilustración de tal modo que nos veamos compelidos (aparte de a ser más listos que Kant o que Hegel, lo que suele conducir a un pasarse de listo inevitable) a inventar algo más allá, más elevado, más alto o más revolucionario que la idea misma de Derecho. Lo que hay más allá de la mayoría de edad, si no es de nuevo la infancia, no puede ser otra cosa que la ignorancia.

    Con el derecho pasa lo mismo que con la ciencia. Si se intenta superar el pensamiento científico con una ocurrencia mejor que la ciencia, es inevitable darse de narices con la religión, la ideología y la ignorancia, es decir, con todo eso de lo que precisamente nos salvaguardaba la ciencia. Eso no quiere decir que la ciencia no pueda ser criticada, siempre que se haga a favor de la ciencia. De hecho, eso es precisamente la historia de la ciencia: la continua e incansable discusión de los científicos por criticarse unos a otros en favor de la ciencia. Pero la aventura de mirar a la ciencia misma por encima del hombro no se puede hacer más que en defensa de la superstición y el misticismo. Lo mismo hay que decir del derecho, la otra de las varas con las que cuenta la humanidad para medir su mayoría de edad. Así pues, una vez bien sentado lo que es el derecho en sí mismo, hay que dejar bien acotado aquello que tiene de burgués eso que llamamos “el derecho burgués”. Y no es desde luego la idea de Ley, ni el culto a la Ley, ni el fetichismo de lo jurídico, y mucho menos, desde luego, eso que se suele decir sobre su carácter “formal”. El problema tampoco está en que sea demasiado sólido o rígido, de modo que tuviéramos que espabilarlo con un poco de vida o con un poco de aire fresco. Dar vida al derecho se llama, en todo caso, prevaricar. Poner al derecho a la altura de la sociedad se llama linchamiento. No es el Derecho quien debe de estar en “estado de sociedad”, sino la sociedad en “estado de derecho”. No será la “vida” la que nos traiga un derecho más auténtico. Un derecho auténtico se logra haciendo que el derecho sea derecho, no haciendo imperar la vida sobre el derecho.

    Según Carlos Rivera Lugo -pero no es ni mucho menos el único que lo piensa así, todo lo contrario-, Marx demostró la imbricación entre lo jurídico burgués y lo económico capitalista. Y lo hizo -según él- contra la pretensión burguesa de ver ahí dos cosas distintas e incluso contra una tradición marxista que mordió el anzuelo y no siempre vio clara esta copertenencia entre derecho y mercado capitalista. Nos parece esto un pésimo diagnóstico de lo que realmente estuvo y está en juego. Para empezar no hay ninguna “íntima imbricación” entre lo que se llama el “derecho burgués” y el capitalismo. Todo lo contrario, lo que hay en medio de esas dos cosas es una impostura, una ficción jurídica como la copa de un pino, una ficción que los padres del derecho burgués no habrían aceptado jamás: la ficción por la que se puede considerar propietario a un sujeto que no tiene más propiedad que llevar al mercado que su propio pellejo. La ficción, en suma, por la que se pretende llamar “ciudadano” a alguien que carece la más elemental condición de la ciudadanía: la independencia civil. Un ciudadano debe ser independiente y libre. De lo contrario, su voz en el espacio público está vendida a las instancias de las que depende su supervivencia. Sin independencia civil, no hay ciudadanos sino, precisamente, “siervos”.

    De hecho, en estricta coherencia con su postura de clase burguesa y patriarcal, los grandes fundadores del derecho “burgués”, es decir, los filósofos de la Ilustración -como por ejemplo, Kant-, no fueron nunca partidarios del sufragio universal, sino del sufragio censitario. ¿Por qué? Porque jamás aceptaron la ficción “napoleónica” de que la propiedad de fuerza de trabajo sería suficiente para consolidar la independencia civil que es condición sine qua non de la ciudadanía. Puesto que las mujeres dependen necesariamente de su marido, decía Kant, otorgarle el voto a la mujer sería como otorgar dos votos a las personas casadas. Puesto que los asalariados dependen de su patrón, otorgar el voto a la clase obrera sería tanto como otorgar cientos o miles de votos a cada capitalista. Esto ni siquiera se remedia imponiendo que el voto sea secreto. Pues en unas condiciones en que la clase obrera depende a vida o muerte de que les vaya bien a sus empresas (es decir, de que sus propietarios obtengan suficientes beneficios), el voto obrero está atado de piés y manos: no puede votar más que por los intereses del enemigo, ya que depende enteramente de su suerte. Ahora que las empresas pueden deslocalizarse de la noche a la mañana en cuanto no les conviene una legislación nacional o una coyuntura sindical, se ha hecho más patente que nunca la fuerza increíble de este chantaje que anula por completo la independencia civil de la mayor parte de la población.

    Sin duda fue una gran victoria de clase la conquista del sufragio universal, lo mismo que fue una gran victoria feminista imponer el derecho al voto de la mujer. Pero estas victorias no fueron acompañadas de una verdadera consolidación ciudadana de las personas que luego tenían que votar. Los obreros siguieron sometidos a la dictadura de los capitalistas y las mujeres, en gran medida, siguieron sometidas a la dictadura patriarcal. Desde el punto de vista del pensamiento de la Ilustración, su ciudadanía seguiría siendo hoy en día una mera ficción.

    Ahora bien, esa ficción se ha mostrado muy rentable desde otro punto de vista. Porque permite hacer pasar por Estado de Derecho a la dictadura capitalista y patriarcal. Esa ficción jurídica, que desde el punto de vista de la Ilustración no es más que una impostura, es la columna vertebral de lo que en nuestras publicaciones hemos llamado la “ilusión de la ciudadanía”.

    La pretensión de Rivera Lugo, en apariencia muy radical, de que “el derecho debe estar subordinado a la sociedad” no es sino una descripción apologética de lo que de hecho ocurre bajo el capitalismo: allí donde la sociedad ha quedado enteramente absorbida en el mercado el derecho se somete de manera ininterrumpida a los dictados sociales. Lo contrario es lo que debe ocurrir si hemos de defender, como condición misma del comunismo, el principio de la independencia civil, tal y como lo expone, con sencillez meridiana, la historiadora francesa Florence Gauthier: “De una parte, la libertad personal es concebida por oposición a la esclavitud civil. Un esclavo mantiene una relación de dependencia con su amo. El ser humano libre no puede someterse al poder de otro ser humano. Por otra parte, la libertad en sociedad se opone a la esclavitud política (despotismo, tiranía): se es libre en sociedad cuando se obedece a las leyes, y no a los seres humanos, y a leyes en cuya elaboración se ha participado”.

    Así pues, en opinión del pensamiento de la Ilustración republicana, entre capitalismo y el Derecho no hay una bisagra natural, sino todo lo contrario: lo que hay es una impostura, una ficción, una mentira monumental. Lo que se llama derecho burgués no tiene por tanto nada de “derecho”. Y lo que bajo el capitalismo se llama “estado de derecho” no es más que un “estado de sumisión” a los intereses capitalistas. Para hacer esta denuncia -obsérvese- no necesitamos inventar ningún derecho “revolucionario”, “vivo” o “creativo”: basta con obligar a la Ilustración a ser coherente con sus propios principios. Es decir, basta con obligar al derecho a ser auténticamente el derecho.

    Carlos Rivera Lugo nos dice que “hay que romper con los viejos moldes de la filosofía y la teoría del Derecho que prevalecieron (incluso) bajo el llamado socialismo real europeo e instituir en su lugar un nuevo marco apuntalado en las ideas seminales acerca del Derecho legadas por Marx”. A ello conviene responder que sí, pero que las ideas seminales legadas por Marx, en realidad, se parecen bastante a las de “los viejos moldes de la filosofía y la teoría del Derecho”. Con lo que hay que romper no es con esos “viejos moldes”, sino con la vieja ficción que nos separó de ellos.

    ¿Se trata de una cuestión meramente terminológica? Puede que sí. Lo que pasa es que escribiendo artículos tampoco se cambian las cosas. Se cambia el diagnóstico teórico de las cosas que están en juego, y en eso, las cuestiones terminológicas son muy importantes. No es que nos empeñemos en luchar por las palabras. Es que la teoría es un negocio con palabras. ¿Qué más quisiéramos que poder cambiar las cosas escribiendo libros o artículos? Ahora bien, la teoría tiene sus efectos. Pues un diagnóstico u otro lleva a luchar en una u otra dirección. Porque lo que se impone no es terminar con el “legicentrismo” para inventar un “derecho vivo”, sino mucho más sencillamente -aunque ni mucho menos más fácilmente- librar al derecho del golpe de Estado burgués que lo ha tenido hasta ahora secuestrado.

    Bajo condiciones capitalistas, el derecho es un instrumento de dominación de clase. No hay más que ver, para empezar, quiénes son los que suelen ir a la cárcel. En la cárcel no hay más que gente pobre. Cuando los ricos son llamados a juicio, lo normal es que los jueces sean expedientados, no que ellos sean condenados. Y cuando excepcionalmente la clase obrera ha logrado, contra toda corriente, imponer legislaciones que perjudicaban al capital, los banqueros se han pagado un golpe de Estado o una guerra civil que diera al traste con toda apariencia de Derecho.

    A todo ello se suma que el acceso a la carrera judicial está planteado de forma que garantiza una extracción social de los futuros jueces cercana al elitismo. Que la policía no es más que un cuerpo de mercenarios al servicio de quien pueda pagarles (aunque sea a través del aparato de Estado). Y sobre todo: un sistema judicial no es tal si los mejores juristas no ejercen, precisamente, de abogados de oficio. Pero, para ello, habría sido necesario convertir el turno de oficio en algo tan importante y tan sólido, al menos, como debe ser el sistema de instrucción pública. Igual que los mejores profesores siguen aún estando en la enseñanza pública, los mejores abogados deberían estar en el turno de oficio. Pero ello no se puede lograr más que con leyes que prohiban a los abogados enriquecerse con el ejercicio de su profesión.

    La farsa del derecho burgués se hace patente en especial en que no hay un sistema de justicia capaz de hacerse cargo de los delitos económicos. Ni siquiera cuando esos delitos económicos están llevando al abismo -ante la mirada perpleja de la población- a la sociedad en su conjunto. Pero es que el poder legislativo no está en esto mejor situado que el judicial. Los diputados no legislan más que en el margen que les lega el poder económico y éste suele ser muy estrecho. El hecho de que un programa de mínimos como el de ATTAC sea considerado una utopía legislativa, es la mejor prueba de ello: el poder legislativo no puede cargar al poder económico ni con un mínimo lastre político de un 0.05 por ciento. En estas condiciones, el poder ejecutivo no puede hacer otra cosa que administrar los intereses de los verdaderos amos del negocio: los bancos, los inversores, los “mercados”, es decir, de las grandes corporaciones económicas que, enteramente al margen de la ley, se reparten a mordiscos el planeta.

    Todas estas objeciones contra el llamado derecho “burgués” son tan sólo la consecuencia de la principal de las objeciones que hay que plantearle. Y esta objeción fundamental es, como venimos diciendo, la de no ser precisamente aquello que dice ser: derecho. Y la razón de ello no es ninguna ocurrencia izquierdista o vitalista. No: se trata de algo perfectamente comprensible desde los principios mismos del derecho constitucional “burgués”. Pues no hay “constitución” posible sin división de poderes. Y lo que no hay bajo el capitalismo es, precisamente, división de poderes.

    “Ley” no significa otra cosa que “separación de poderes”. Sin separación de poderes, las leyes no son leyes, son las órdenes de un tirano. En Educación para la Ciudadanía lo expresábamos diciendo que el lugar de las leyes tiene que estar vacío. Esto es lo que significa el viejo dicho jacobino (o platónico) “que gobiernen las leyes, no los hombres”. Para lograr ese vacío o para garantizarlo, se inventó la separación de poderes (y no se ha inventado nada mejor).

    Pues bien, bajo condiciones capitalistas, no hay división de poderes. Se distingue, sí, un poder legislativo del poder ejecutivo o judicial, pero esa diferencia se hace no donde reside realmente el poder, sino donde se pretende que está. Se separa el poder legislativo del ejecutivo y el judicial, pero el poder bajo el capitalismo sigue estando en otro sitio. Es muy bonito negocio ése de dividir el poder político muy concienzudamente y dejar al poder económico entera libertad para chantajearlo o incluso para, llegado el caso y si las cosas se ponen serias, suprimirlo mediante un golpe de Estado.

    Pero si bajo el capitalismo no hay separación de poderes, bajo el capitalismo no hay leyes sino apariencia de leyes y órdenes de tiranos. Estos tiranos, por cierto, que ahora se llaman “los mercados”, empiezan además a estar, cada vez más, como una cabra. Son bastante más imprevisibles y caprichosos que Calígula o Nerón. Y si no hay leyes, lo que no hay es, como es obvio, Derecho. Lo que hemos llamado derecho burgués no es más que la forma en la que el capitalismo destruye la posibilidad misma de las leyes.

    La conclusión importante de todo ello es que el derecho burgués no debe ser criticado por ser derecho -por su legicentrismo, por ejemplo, como dice Carlos Rivera que hace Paolo Grossi- sino por no ser lo que dice ser. Debemos criticar el derecho burgués, por tanto, a favor del derecho, no a favor del oscurantismo vitalista y del misticismo.
    De lo contrario, la izquierda anticapitalista habrá regalado al enemigo sus mejores armas teóricas: todo el legado teórico y conceptual del pensamiento republicano. Y se habrá obligado a sí misma a inventar la pólvora en una patética huida hacia adelante. No es que tengamos razón, es que estamos más vivos. No es que aspiremos a la justicia, aspiramos a inventar algo nuevo. No es que digamos la verdad, es que tenemos imaginación. No nos conformamos con la lógica, tenemos la dialéctica. No es que nuestra lucha sea justa, es que es más alegre. No es que nos asista el derecho, es que tenemos una potencia que no tiene, por lo visto, el poder. No luchamos por ser ciudadanos en lugar de proletarios: luchamos contra la ciudadanía, a favor de un hombre nuevo, aunque éste acabe siendo el nuevo hombre proletario. No luchamos por la Ilustración, sino contra la Ilustración, para instituir una nueva cultura y una nueva comunidad. Pero no queremos instituciones, porque somos nómadas. De nada vale que Negri y Hardt encabecen esta huida hacia adelante. No se puede subir un peldaño más en la escalera de la Ilustración porque te estrellas contra el suelo.

    Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.


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